La patria como práctica cotidiana
Más allá del discurso
El verdadero patriotismo no se declama; se ejerce. Rechaza las proclamas altisonantes y los gestos efectistas para concentrarse en la práctica consciente de la buena ciudadanía. En un contexto saturado de símbolos vacíos y discursos excluyentes, recordemos que la patria se expresa, sobre todo, en la vida cívica: en el respeto acendrado a las leyes, en la solidaridad con el otro, en la convivencia armoniosa y en la ética de lo común.
La dominicanidad no refleja barreras ni excepción cultural. Es, o debería ser, una brújula moral que nos guíe hacia una conducta responsable, incluyente y respetuosa. No nos hace distintos en términos de privilegio o jerarquía, sino que nos compromete a actuar con civismo y decencia. Ser dominicano no es una categoría de superioridad, tampoco licencia para discriminar. Se manifiesta como identidad compartida, con altura humana.
Nuestra cultura, que suele celebrarse en la música, el sabor y el color, trasciende el folclor decorativo y la mercancía turística. Herencia viva capaz de inspirar nuestra conducta social, ensancha nuestra imagen exterior. Convertirla en enseña hueca es adocenarla; mutarla en factor divisivo, traicionarla.
¿Dominicano por nacimiento? Un mero hecho biográfico. ¿Por convicción? Un serio compromiso ético. Esa certeza se aparta de la estridencia nacionalista y del rechazo al otro. Se afianza en la construcción cotidiana de una sociedad más justa, más cívica, más compasiva.
El patriotismo real se construye desde abajo: en la calle que no se ensucia, en la fila que se respeta, en el deber que se cumple. Hacer patria equivale, en última instancia, a fortalecer la comunidad. Y esa es para mí, sin duda, la forma más exigente —y más noble— de llamarse dominicano.