El poder y su sentido ético
La legitimidad del poder radica en su ejercicio responsable
El poder es para usarlo, importa cómo. Por su propia naturaleza, es una herramienta neutral y, por tanto, adquiere sentido y valor en la práctica política y en la gestión pública. Se manifiestan diversas formas de ejercerlo: unas legítimas, orientadas al bien común, y otras degradadas, movidas por intereses personales o motivaciones mezquinas. Hay quienes lo utilizan para imponer controles antidemocráticos, avanzar agendas personales o ajustar cuentas con resentimientos del pasado. Este tipo de ejercicio, aunque efectivo en el corto plazo, erosiona la legitimidad institucional y socava la confianza ciudadana.
El poder puede ser también vehículo de transformación positiva si orientado por convicciones firmes y un compromiso genuino con el colectivo. En estos casos, se convierte en un instrumento de cambio social, capaz de enfrentar obstáculos con valentía y de promover reformas estructurales que beneficien a las mayorías. Esta forma de gobernar requiere de claridad de propósito y de un sentido ético profundamente arraigado. Mencioné valentía, y no por error. Porque modificar patrones, establecer tendencias y aplicar políticas impopulares pero necesarias requieren de templanza y fortaleza. De la visión indispensable del estadista.
El verdadero secreto del poder radica en su correcta orientación, no en su acumulación. Usarlo sin temor, pero con mesura; con firmeza, pero con diálogo; con estrategia, pero con principios. Gobernar no desde la revancha ni desde el ego, sino desde la tarea de una comunidad más justa, más libre y más próspera.
El poder encuentra su legitimidad cuando se ejerce con responsabilidad, anclado en valores y con el bien común como horizonte. A eso debemos aspirar gobernantes y gobernados: a que el poder trascienda la lógica del mando y se inscriba en la ética del servicio.