Variaciones sobre el tema
El discurso del odio no encaja en la cultura dominicana
En un país donde hasta los desconocidos se saludan en la calle y bendicen sin saber a quién, resulta casi grotesco que intenten sembrarnos el discurso del odio. Esa forma de violencia verbal y emocional —que construye enemigos, no argumentos— desencaja en la cultura dominicana. No por ingenuidad, sino por historia.
Nuestra identidad es mezcla. No fuimos hechos de una sola raíz, sino de muchas: taína, africana, europea. Lo que hoy llamamos "lo dominicano" es el resultado de una hibridación profunda, visible en nuestras comidas, nuestros ritmos, nuestras creencias. La impermeabilidad cultural es un espejismo. Nuestra historia es la de una porosidad constante, de influencias que llegan, se adaptan y se integran.
Por eso es un contrasentido hablar de "pureza nacional", de "dominicano de pura cepa "o de amenazas externas como si fuéramos una isla culturalmente sellada. Irreal todo. Ni el merengue ni el béisbol, ni siquiera el idioma que hablamos, son autóctonos. Y, sin embargo, son profundamente nuestros.
Además, en este país, donde la pobreza y la desigualdad han sido el pan de cada día, el dominicano no suele culpar al más pudiente. Aspira a mejorar, no a excluir. Cree en "echar pa´lante", no en cerrar fronteras morales. Ha tolerado, con una mezcla de paciencia y picardía, los abusos del poder; pero no tolera bien a los fanáticos.
El odio es importado, aprendido, artificial. No lo produce el barrio, ni el campo, ni el colmado. Lo traen algunos con agenda, con micrófono, con toga o con ínfulas. Pero no nos representa.
Aquí, con todo y nuestras heridas, se vive, se ríe, se bebe, se baila y se goza. Porque el odio, sencillamente, no es lo nuestro.