La ciudad sitiada por el tapón
Tráfico vs. calidad de vida, la batalla diaria de los ciudadanos
La congestión vehicular atrasa, aísla y desgasta. Los entaponamientos se han convertido en una barrera cotidiana contra la convivencia, en trampa que sabotea la rutina y erosiona el deseo de salir, de participar, de encontrarnos.
Circular en la ciudad, no: lanzarse a un océano de automotores y ruidos, bocinazos frenéticos, motores rugientes, altoparlantes desbocados. Todo un caos impune de una ciudadanía que ha perdido la cortesía urbana. La calle dejó de ser espacio público para convertirse en un campo minado de frustración y desorden.
Frente a ese panorama, lo pensamos dos veces antes de asistir a una exposición, a una conferencia, a un cóctel, o simplemente a continuar la vida en sociedad. Se aplaza visitar a un amigo, acompañar a un enfermo, ir al supermercado, al barbero o al gimnasio. Entre siete de la mañana y ocho de la noche, hacer vida fuera del hogar se vuelve un acto de resistencia. Sabemos cuándo salimos, no cuándo —ni cómo— regresaremos.
Todo en nombre de una modernidad que ha traído más vehículos que soluciones, más cemento que civismo. El crecimiento urbano desordenado, alimentado por la ausencia de planificació y la incivilidad rampante, ha convertido el progreso en retroceso. El uso egoísta del espacio público, la anarquía en el tránsito y la falta de políticas integrales de movilidad urbana evidencian un problema técnico, cultural, institucional y político.
El tapón roba tiempo, rompe vínculos, posterga afectos, entorpece ser parte activa de la ciudad. Lo que parece un problema de tránsito es, en el fondo, una amenaza al tejido social. En una ciudad inmóvil, la ciudadanía también se estanca. Una movilidad digna no es un lujo. Es una condición vital para vivir en comunidad.