Corrupción, democracia y el precio de la libertad
De la corrupción vertical a la horizontal, el cáncer que mutó en democracia
Durante la dictadura de Trujillo, la corrupción tuvo un solo beneficiario: el propio dictador y su familia. Fue un régimen de expolio absoluto, sin intermediarios ni máscaras. No existía la figura del funcionario corrupto al margen del poder. Todo era parte de un mismo aparato depredador y centralizado.
La caída del tirano permitió revelar la magnitud del saqueo, pero también abrió el camino a la democracia formal y al pluralismo político. Compañeros de viaje la libertad de expresión, la alternancia y la participación, pero también un fenómeno menos confesado. La corrupción se diversificó.
Con el establecimiento de las libertades, muchos entendieron —equivocadamente— que el Estado era un botín que podía compartirse. No se robaba solo desde la cúpula, también desde múltiples niveles. Robar dejó de ser delito castigado con severidad extrajudicial —la muerte, la cárcel sin juicio, el exilio forzoso— y pasó a formar parte del juego político, protegido por redes clientelares, impunidad judicial y un discurso que confundía libertad con permisividad.
Se perdió de vista que la democracia exige más responsabilidad, no menos. Que la libertad conlleva deberes ciudadanos, controles institucionales y ética pública. La dictadura se sostuvo por el miedo; la democracia, en cambio, debe sustentarse en el compromiso cívico.
No entender esta diferencia es abrir la puerta al cinismo y al descrédito del sistema. El reto no está en añorar el orden férreo de los tiranos, sino en construir una ciudadanía que exija cuentas, sancione el abuso y valore la legalidad como pilar de la convivencia.
La corrupción, en democracia, va más allá del delito. Constituye una traición al pacto que nos hace iguales ante la ley. Sin ese pacto, la libertad misma se vacía de sentido.