El silencio de Melissa
Cuando Santo Domingo calla, revela su belleza oculta
La tormenta Melissa nos ha devuelto, por unas horas, una ciudad distinta. Sin el estruendo de los motores, sin la grosería de los claxon, sin la prisa maleducada que convierte cada esquina en campo de batalla. Bajo la lluvia, Santo Domingo parece redimido. Los colmadones, mudos; las bocinas, apagadas; los necios, recluidos. Hasta el aire parece más limpio cuando el bullicio humano hace mutis.
Se han retirado los vendedores ambulantes. Los motoristas suicidas temen más al vendaval que a la fiereza de los automóviles, camiones y autobuses. Ausente, y celebremos, el abusador con el automotor sin silenciador que se ufana de la maldad de su máquina rompe tímpanos.
No solo el agua cae. También se derrama una calma insólita. La ciudad, acostumbrada a gritarse a sí misma, se descubre en el rumor del aguacero. Las calles, desiertas y relucientes, reflejan una belleza que el sol no sabe mostrar. Hay un sosiego húmedo, una tregua momentánea entre el caos y la cordura. Sin embargo, sabemos que apenas escampe, volverá la histeria del tránsito, el ruido, la impaciencia, la mala ciudadanía en su máxima expresión.
Melissa nos recuerda que la furia de la naturaleza puede ser también una lección moral. Que la tormenta que interrumpe nuestras rutinas revela otra más persistente y quizá igual o más peligrosa. La llevamos dentro, hecha de impaciencia, egoísmo y desdén por el otro. Si un temporal basta para devolvernos la serenidad, quizás no sea la lluvia lo que nos falta, sino el silencio que hemos olvidado cultivar.
Ojalá no esperemos otra Melissa para reencontrarnos con la ciudad que somos cuando callamos. Porque en ese silencio, más que una pausa, hay una posibilidad de ser mejores, aunque sea por un instante.

Aníbal de Castro