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La ciudad despierta con el rugido de los motores, con bocinas que se contestan unas a otras como si el apresuramiento fuera una forma de comunicación

La ciudad despierta con el rugido de los motores, con bocinas que se contestan unas a otras como si el apresuramiento fuera una forma de comunicación. El aire vibra, saturado de ruido, de impaciencia, de ese pulso febril que a veces confundimos con vida. Sin embargo, cada jornada podría ser distinta si uno decidiera cambiar la partitura del día. En medio del estrépito, aún hay espacio para la calma.

Salir a la calle con el corazón en la boca equivale a perder de antemano la partida de la rutina. Condenar las horas productivas a cargar con el pasivo de la desazón, del desaliento que motiva el comportamiento salvaje de tantos. Peor aún, ese golpe matutino oscurece el futuro y de ahí la desolación que trae el convencimiento de que no cambiamos, pese a las cifras de crecimiento económico y el roce con millones de turistas extranjeros.

Quizás el secreto esté en la cortesía. En dejar pasar al peatón, aunque el semáforo nos ampare. En permitir que el otro vehículo se adelante, sin sentirlo como derrota. En saludar al vecino, o al desconocido, sin cálculo ni premura. Pequeños gestos que desarman la hostilidad y hacen que la atmósfera, aunque densa, parezca respirable. No es un idealismo ingenuo; sino  una forma de oposición  civil a la barbarie cotidiana del individualismo.

Ser el "menor ciudadano" -ese que no impone, no atropella, no grita- puede parecer poca cosa, pero es un acto de templanza en una época de egoísmos. Y si logramos sostenerlo durante unas horas, tal vez podamos prolongarlo hasta la noche, y luego al día siguiente. Quizás allí radique el verdadero antídoto contra la ciudad caótica: en hacerla, poco a poco, más humana, empezando por uno mismo.


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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.