La impuntualidad que no sonroja
Por una reforma patriótica de la puntualidad
Hay una descortesía nacional convertida ya en paisaje, como una ceiba vieja plantada en medio de la acera: la impuntualidad. De hábito degradado ha mutado en filosofía de vida y, peor aún, en la forma más gratuita de proclamar que el tiempo ajeno vale menos que el propio.
En cualquier ciudad civilizada, una reserva de restaurante expira a los quince minutos. Aquí, lo que expira es la paciencia... y ni así aparece el comensal. La llamada "hora dominicana" es una coartada colectiva, una forma elegante de decir que el compromiso es opcional; y la responsabilidad, un hobby.
Opera como mandato tribal. Todo empieza tarde, cuando sea. La comida pactada se pospone hasta que el hambre derrota al anfitrión. Un legendario periodista norteamericano, que se quedó a vivir entre nosotros, tenía una regla sensata. Si el invitado no llegaba en veinte minutos, él comenzaba a comer. No por grosería, sino por dignidad.
La tardanza se ha vuelto un abuso consentido, hasta en eventos empresariales e inauguraciones oficiales. Se ignora la ofensa implícita en obligar al otro a desperdiciar su tiempo, como si ese tiempo no fuera, literalmente, un fragmento de vida. Nadie recupera la vida perdida esperando a un tardío profesional.
Propongo, con ánimo cívico y una sonrisa despierta, una reforma patriótica: que la regla de los quince minutos se convierta en ley no escrita, pero respetada. Pasado ese límite, cada quien sigue con su día sin pedir excusas. Ganaríamos en civilidad y productividad, y perderíamos ese hábito arrogante de imponer el propio horario.
¿Cuántas horas de trabajo recuperaríamos? Calcularlo me tomaría más de quince minutos. Lo dejo para después. No quiero que tú, lector, ni yo, lleguemos tarde.

Aníbal de Castro