Las predicciones de Emil Ciorán
Las predicciones de Ciorán sobre el alma imperial rusa

No fue un predictor al estilo críptico de Nostradamus, tampoco lo fue al estilo de alta precisión de aquel hijo de un anticuario alemán que siglos posteriores a Nostradamus adelantó con una precisión cronométrica sorprendente diferentes fechas de la carrera política de Hitler y entre ellas la de su ascenso al poder, y en los cuales dos casos señalados a algunos les huele a la descripción de "algo" de algún viajero en el tiempo que dejó algún artefacto en su paso por dichas dos respectivas épocas; quien motiva el presente escrito no predijo con fechas exactas, pero de que predijo, parece ser que efectivamente predijo.
Maestro diestro, en grado extremo, de la paradoja y, consiguientemente de la ironía y del cinismo, su lectura es momentáneamente chocante, accidentada, pero hechizante, seductora y sumamente impresionante. Para hacer este aspecto de lo impresionante todavía más resaltante valga añadir la sobrecarga de pesimismo que destila a lo largo de sus líneas. Su profundo dominio y manejo de los datos de la Historia le llevaron no sólo a resaltar porqué el régimen que se entronizó en Rusia con la llamada Revolución de Octubre tenía la naturaleza brutal e irracional que tenía (jamás con ánimo de justificar semejante brutalidad), sino también a entrever y pronosticar a Rusia, fuese bajo el "marxismo" preconizado por los jerarcas del partido único de la antigua URSS, fuese desembarazada de dicha ideología y bajo el palio de la Iglesia Ortodoxa, como el peligro que actualmente observa la Humanidad revelado por la especie de antesala que es la crisis de Ucrania.
Es decir, este hijo de un sacerdote ortodoxo rumano llegó a pronosticar a la Rusia dirigida bajo la santificación de la manta de la religión ortodoxa como la potencia desafiante y estragadora que en los últimos tiempos hemos estado viendo demoliendo y reduciendo a escombros y a palillos a un país libre e independiente como lo es Ucrania bajo los golpes del Zar de nuevo cuño Vladimir Putin.
Con cuanto él dice cobra no sólo más interés, sino también sentido cuanto hemos visto con el hilarante, pero a la vez simbólico intercambio de calificativos entre el Papa y el Patriarca ruso: el primero llamando "monaguillo de Putin" al segundo; y los epígonos de éste llamando "capellán de Occidente" al primero.
Me refiero al filósofo rumano Emil Ciorán. Efectivamente, en su escrito "Historia y Utopía", del año mil novecientos sesenta (1960), Ciorán expresa todo lo siguiente, que aquí citamos, sumamente revelador de ese pronóstico e igualmente se adentra en hacer un análisis de lo que sería Rusia el día en que por fin tenga un sistema político verdaderamente democrático (y no la caricatura de sistema democrático en que se convirtió tras el advenimiento de Putin, naturalmente esta última precisión personalizada la hago yo dentro de esa corriente que traza Ciorán); por todo lo cual parece ser que el análisis de Ciorán será materia obligada de estudio continuo en el discurrir de la vida política rusa post Putin; como todo cuanto dice correlativamente también atañe al futuro de Occidente estoy seguro de que actualmente está siendo analizado letra por letra en cada país europeo; veamos, pues, cuanto dice Ciorán:
"A propósito de dos clases de sociedad Carta a un amigo lejano
...
Los sentimientos que Occidente me inspira son tan confusos como los que siento por mi país (Rumanía), Hungría o nuestra gran vecina, la entonces Unión Soviética. Es difícil expresar lo bueno y lo malo que pienso de ella sin caer en la inverosimilitud.
No busco cambiar tu opinión, solo quiero que sepas lo que ella representa para mí. Mientras más pienso en ella, más encuentro que se formó, a través de los siglos, no como una nación, sino como un universo.
Su evolución participa menos de la historia que de una sombría cosmogonía. Los zares, divinidades taradas y gigantes, estaban más cerca de una vitalidad geológica que de la anemia humana, perpetuando la corrupción original.
Estos déspotas coronados o no, siempre han querido saltar sobre la civilización, engullirla. Su obsesión ha sido extender su supremacía sobre nuestros sueños y rebeliones, para construir un imperio tan vasto como nuestros temores.
Una nación así no se mide con patrones corrientes ni se explica con lenguaje ordinario. Haría falta la jerga de los gnósticos. Rilke dijo que colinda con Dios, pero desgraciadamente también con nosotros.
Ya nos está tocando, si no geográficamente, sí interiormente. Esto fue escrito en París en 1957.
"Rusia y el virus de la libertad"
A veces pienso que todos los países deberían ser como Suiza, complacerse en la higiene y la idolatría de las leyes. Pero a mí solo me interesan las naciones febriles e insaciables, que pisotean los valores contrarios a su ascenso.
Es inútil que deteste a los tiranos, pues son la trama de la historia. Sin ellos no sería posible concebir la idea de un imperio. Son la última exasperación de las ignominias y méritos humanos.
Iván el Terrible, por ejemplo, es fascinante. Complejo en su demencia y política, hizo de su reino un modelo de pesadilla. Acumuló defectos de kan y de basileo, siendo un monstruo de cóleras demoníacas y melancolía.
Todos experimentamos la pasión por el crimen, ya sea atentando contra otros o contra nosotros mismos. En nosotros, esta pasión queda insatisfecha, por lo que nuestras obras provienen de nuestra incapacidad de matar.
Los zares me obsesionan porque en ellos nuestras debilidades veladas aparecen al descubierto. Nos revelan, encarnan e ilustran nuestros secretos. Pienso en aquellos que, por miedo a ser amados, enviaban a sus parientes al suplicio.
Ellos no se saciaban con el temblor ajeno. ¿No son la proyección del mal espíritu que nos habita y nos convence de que el ideal es hacer el vacío alrededor?
Con tales pensamientos se forma un imperio, aunque también coopera el subsuelo de nuestra conciencia donde se ocultan nuestras taras. La ambición de dominar el mundo surge de un impulso original.
Este impulso no tiene relación directa con la calidad de la nación. La diferencia entre Napoleón y Gengis Kan es menor que entre Napoleón y cualquier político francés de las sucesivas repúblicas.
Esas profundidades y ese impulso pueden agotarse. Carlomagno, Federico II, Carlos V, Bonaparte y Hitler intentaron realizar la idea del imperio universal y fracasaron.
Occidente, donde esa idea ya no suscita más que ironía, vive en la vergüenza de sus conquistas. Pero curiosamente, al replegarse, sus fórmulas triunfan y se propagan. Triunfa perdiéndose.
Así triunfó Grecia en el dominio del espíritu, cuando dejó de ser una potencia. Saquearon su filosofía, pero no asimilaron sus talentos. A Occidente le tomarán todo, excepto su genio.
La fecundidad de una civilización estriba en su facultad para incitar a las otras a imitarla. Cuando deja de deslumbrar, se reduce a un conjunto de vestigios.
Cuando la idea de imperio abandonó Occidente, encontró su clima ideal en Rusia. Ahí siempre existió, singularmente en el plano espiritual. Después de Bizancio, Moscú se convirtió en la tercera Roma.
Para su segundo despertar mesiánico tuvo que esperar hasta nuestros días, gracias a la dimisión de Occidente. En el siglo XV aprovechó un vacío religioso; hoy, uno político.
Cuando Mahoma II sitió Constantinopla, la cristiandad se abstuvo de intervenir, feliz de haber olvidado las cruzadas. El papa prometió auxilio, pero lo envió demasiado tarde.
Esto se debió a que los sitiados eran "cismáticos". El cisma iba a adquirir fuerza en otra parte, y Roma prefirió a un enemigo lejano como Moscú.
Así como hoy, los anglosajones prefirieron la preponderancia rusa en Europa a la alemana, porque Alemania estaba demasiado cerca. Las pretensiones rusas tienen fundamento histórico.
¿Qué hubiera ocurrido con Occidente si Rusia no hubiese detenido la invasión mongólica? Durante más de dos siglos de esclavitud, Rusia fue excluida de la historia.
Si Rusia se hubiera desarrollado sin obstáculos, habría sido una potencia de primer orden en los siglos XVI y XVII. Quizás hoy Occidente sería ortodoxo y en Roma, en lugar de la Santa Sede, habría un Santo Sínodo.
Pero los rusos pueden recuperarse. Si llevan a cabo sus designios, es posible que le den su merecido al Santo Pontífice. Están llamados a arruinar la autoridad de la Iglesia.
Considerada un agente satánico, la abruman con invectivas más eficaces que sus antiguos anatemas. La desaparición del último sucesor de San Pedro podría ser una curiosidad de nuestro siglo.
Al divinizar la historia para desacreditar a Dios, el marxismo solo lo hizo más extraño y obsesionante. La necesidad de absoluto sobrevivirá a la destrucción de los templos y la religión.
Como el pueblo ruso es religioso, este fondo tomará su revancha. Al adoptar la ortodoxia, Rusia se separó de Occidente, definiéndose desde el principio.
Nunca se dejó seducir por misioneros católicos como los jesuitas. Un cisma es un nacionalismo disfrazado. No fue la cuestión del filioque lo que dividió a la Iglesia.
Mientras que la Reforma fue un escándalo en Occidente, el particularismo ortodoxo marcó una división más profunda. Al rechazar el catolicismo, Rusia retardó su evolución.
Perdió la oportunidad de civilizarse rápidamente, pero ganó sustancia y unidad. Su estancamiento la hizo diferente. Algún día Occidente lamentaría su ventaja.
Mientras más fuerte se haga, más conciencia adquirirá de sus raíces. Después de un universalismo forzado, se rusificará de nuevo en provecho de la ortodoxia.
Habrá marcado de tal manera al marxismo que este se hallará esclavizado. Cualquier pueblo de envergadura que adopta una ideología extraña, la asimila y la desnaturaliza.
La inclina en el sentido de su destino nacional, falseándola hasta que se vuelve indiscernible de su propio genio. Posee una óptica propia que, lejos de desconcertarla, la halaga.
Mientras los occidentales se desgastaban luchando por la libertad, el pueblo ruso sufría sin desgastarse. Fue eliminado de la historia, permitiéndole fortalecerse y acumular reservas.
Su pasividad le aseguró su predominio actual, fruto de su retraso histórico. Todas las empresas europeas giran alrededor de ellos, reconociendo su dominio virtual.
Han realizado, casi, uno de sus más antiguos sueños. Lo hayan logrado bajo una ideología extranjera es un añadido paradójico y picante a su éxito.
Lo que importa es que el régimen sea ruso y esté dentro de las tradiciones del país. Es revelador que la Revolución, salida de teorías occidentalistas, se haya orientado a las ideas de los eslavófilos.
Un pueblo no es una suma de ideas, sino de obsesiones. Tchadaev y Gogol, que escarnecieron a Rusia, estaban tan ligados a ella como Dostoievski.
El más arrebatado de los nihilistas, Netchaiev, estaba tan obsesionado como el reaccionario Pobiedonostsev. Solo esta obsesión cuenta. Lo demás es pose.
Para que Rusia se ajustara a un régimen liberal, tendría que debilitarse y perder su carácter específico. ¿Cómo lo conseguiría con sus recursos intactos y mil años de autocracia?
Si lo consiguiera, se dislocaría de inmediato. Más de una nación necesita terror para conservarse. Francia se enroló en la democracia cuando sus resortes empezaron a aflojarse.
El primer Imperio fue su última locura. Después asumió la libertad dolorosamente, a diferencia de Inglaterra, que se habituó a ella gracias al conformismo.
Inglaterra, que no ha producido anarquistas, es un ejemplo desalentador. El tiempo favorece a las naciones encadenadas que acumulan fuerzas, viviendo en el futuro y la esperanza.
¿Pero qué se puede esperar en libertad? La democracia, maravilla que no tiene nada más que ofrecer, es el paraíso y la tumba de un pueblo.
La vida tiene sentido gracias a la democracia, pero a la democracia le falta vida. Rusia no tiene estos problemas, ya que el poder absoluto es el fundamento de su ser.
¿No es su gran superioridad sobre Occidente aspirar a la libertad sin alcanzarla jamás? No tiene vergüenza de su imperio; al contrario, solo piensa en extenderlo.
Nadie se apresuró más que ella a beneficiarse de las adquisiciones de otros pueblos. La obra de Pedro el Grande y la Revolución son parte de un parasitismo genial.
Los enciclopedistas se encapricharon con Pedro y Catalina, así como los herederos del Siglo de las Luces se encapricharon con Lenin y Stalin.
Este fenómeno aboga a favor de Rusia, pero no de Occidente. Los occidentales, roídos por remordimientos, se encuentran más cerca de los personajes de Dostoievski que los propios rusos.
Aunque solo evocan el aspecto desfalleciente, pues carecen de sus extravagancias feroces. Son "poseídos" débiles, mártires de la duda, anulados por sus perplejidades.
Toda civilización cree que su modo de vivir es el único bueno. Se trata de un imperialismo elegante, que se convierte en militar al someter a otros para que los imiten.
Después viene el imperativo perverso de esclavizarlos, para contemplar en ellos un esbozo caricaturesco de uno mismo. Existe una jerarquía de imperios.
Mongoles y romanos subyugaron por razones diferentes. No obstante, ambos fueron expertos en hacer perecer al adversario, reduciéndolo a su imagen y semejanza.
Rusia no se ha contentado nunca con desgracias mediocres. Caerá sobre Europa por fatalidad física, por el automatismo de su masa y su superabundante vitalidad.
El imperio se materializa siempre en la megalomanía de una nación. La salud de Rusia, llena de imprevistos y enigmas, está destinada al servicio de una idea mesiánica.
Cuando los eslavófilos decían que Rusia debía salvar al mundo, era un eufemismo. No se lo salva sin dominarlo. Una nación no puede ser salvada por otra.
Rusia ha pensado siempre que le incumbe la salvación del mundo, de Occidente en primer lugar. Cultiva el equívoco en política y geografía.
Sin las ingenuidades de los "civilizados", que son opacos a la realidad por excesos racionalistas, Rusia es sutil por intuición y experiencia secular del disimulo.
Quizás históricamente sea un niño, pero psicológicamente no lo es. De ahí sus contradicciones y su manía por la gesticulación monumental.
Todo es vertiginoso en la historia de sus ideas. Es un incorregible aficionado a las utopías, lo grotesco en rosa, un cuento de hadas monstruoso.
Que Rusia pueda realizar su sueño de imperio universal es una eventualidad, pero no es obvio que pueda conquistar y anexarse toda Europa.
Lo hará para tranquilizar al resto del mundo, ¡un pedacito de continente! Y esto es una prueba de modestia y moderación.
Lo contempla con el mismo ojo que los mongoles miraron a China. La diferencia es que ya asimiló valores occidentales, mientras que ellos tenían solo superioridad material.
Es lamentable que Rusia no haya pasado por el Renacimiento. Pero con su capacidad de quemar etapas, puede ser tan vulnerable como Occidente en un siglo.
Europa ha alcanzado un nivel de civilización que solo se sobrepasa descendiendo. El nivel de Rusia, inferior, solo puede elevarse.
¿Pero no se arriesga, al subir desbocada, a estallar y arruinarse? Con sus almas modeladas en las estepas, da una impresión de encierro e inmensidad.
Es un norte especial, irreductible a nuestros análisis, marcado por una noche rica en explosiones. Nada de la transparencia mediterránea en estos hiperbóreos.
Ante la fragilidad de Occidente, experimentan un malestar, un complejo de inferioridad del fuerte. Lo vencerán. Su única esperanza es su nostalgia por un mundo delicado.
Si acceden a él, se civilizarán a expensas de sus instintos. Y, perspectiva regocijante, conocerán el virus de la libertad.
Mientras más se humaniza un imperio, más se desarrollan las contradicciones que lo harán perecer. Necesita terror para subsistir.
Si se abre a la tolerancia, destruirá su unidad y fuerza. La tolerancia es un veneno mortal que él mismo se habrá administrado, y es también sinónimo de espíritu.
El espíritu, más nefasto para los imperios que para los individuos, los corroe y acelera su desmoronamiento. Es el instrumento de una providencia irónica.
Si estableciéramos zonas de vitalidad en Europa, veríamos que el instinto se agudiza más hacia el Este y decrece hacia el Oeste.
Los rusos no tienen la exclusividad del instinto, pero las demás naciones que lo poseen pertenecen a la esfera de influencia soviética.
Esas naciones aún no han dicho su última palabra. Algunas, como Polonia o Hungría, tuvieron un papel en la historia. Otras, como Yugoslavia, Bulgaria y Rumania, vivieron en la sombra.
Pero todas disponen de un fondo biológico que en vano buscaríamos en Occidente. Quizás conocerán en el futuro una compensación a sus infortunios y humillaciones.
El grado de instinto no se aprecia desde el exterior. Hay que haber recorrido esos países para medir su intensidad. Son los únicos que aún creen en los destinos de Occidente.
Imaginemos a Europa incorporada al imperio ruso y a este desmembrándose. ¿Quiénes tomarán la delantera? Los países que he mencionado.
Europa central puede pasar, ¿pero y los Balcanes? Ese gusto por el desorden interior, ese universo como un burdel en llamas, es una rica y pesada herencia.
Y como adolecen de un "alma", prueban que conservan un resto de salvajismo. Son los únicos "primitivos" en Europa, y le darán un nuevo impulso.
Un impulso que Europa considerará su última humillación. Cuando uno abandona los Balcanes, se siente como si cayera en el vacío, por admirable que sea.
La existencia escondida de los pueblos que capitalizaron sueños comienza más allá de Viena, extremidad geográfica del doblegamiento occidental.
Austria, cuyo desgaste es cómico, prefigura el destino de Alemania. Ya no hay desvelos de envergadura entre los germanos, ni misión ni frenesí.
Ellos hicieron a Europa, y a ellos les correspondía deshacerla. Hoy se tambalea con su agotamiento. Su dinamismo ya no esconde o justifica energía alguna.
Abocados a la insignificancia, son indignos del temor que inspiran. Creer o temerles es darles un honor inmerecido.
Su fracaso fue providencial para Rusia. De haber triunfado, Rusia habría sido alejada de sus miras un siglo más. No podían triunfar porque eran fuertes y vacíos.
"¿Acaso no son los eslavos antiguos germanos, en relación al mundo que se va?", se preguntaba Herzen. El coloso tiene un sentido, ¡y qué sentido!
Un mapa ideológico revelaría que Rusia extiende sus fronteras donde le viene en gana. Su presencia evoca una epidemia, a veces saludable, a menudo nociva.
El Imperio romano fue obra de una ciudad. Inglaterra fundó el suyo para remediar lo exiguo de su isla. Alemania lo intentó para no ahogarse en su territorio.
Rusia justificó su expansión en nombre de su inmenso espacio. "Desde que tengo suficiente, ¿por qué no tener demasiado?".
Al convertir lo infinito en categoría política, iba a trastornar el concepto de imperialismo, suscitando una esperanza demasiado grande. El apocalipsis le sienta de maravilla.
Está habituada a él y le gusta. Ha cambiado de ritmo. "¿Hacia dónde te apresuras, oh Rusia?", se preguntaba Gogol.
Hoy sabemos hacia dónde corre. Sabe que, como las naciones con destino imperial, está más impaciente por resolver los problemas ajenos que los suyos.
Nuestra carrera en el tiempo depende de lo que decida o lleve a cabo: tiene en sus manos nuestro porvenir. Afortunadamente, el tiempo no agota nuestra sustancia.
Lo indestructible, lo que se encuentra más allá, es concebible.