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Rigor mortis

La primera vez que vi un muerto: una infancia de curiosidad y miedo

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Rigor mortis
Recuerdos de una niñez llena de curiosidades (IMAGEN GENERADA CON IA )

Mi niñez fue, ahora lo puedo ver más nítidamente, una mezcla de intrepidez e ingenuidad. La vida me rociaba frescas y esplendorosas experiencias a las que con entusiasmo me lanzaba bajo su chorro embriagador, deparándome alegrías y asombros unas veces, y enredos y problemas en algunas otras.

Una de las otras fue poco después de mi cumpleaños número diez, en febrero de 1935, cuando escuché a mi madre comentar con una amiga que don Pedro Ruiz, el vecino, había muerto en la capital

—Lo trajeron a San Cristóbal anoche—, decía.— Fue algo triste y feo. Su hija lo encontró en su casa de Santo Domingo sentado en la mecedora, dos días después que falleciera. Por eso lo piensan enterrar esta tarde a las dos.

Nunca en mi vida había visto a un muerto. Y no pensaba ¡Vaya que no! perderme esta oportunidad de ver el primero. Sólo había un problema: Mami no quería que saliera esa tarde, mucho menos a la casa de al lado, donde estaban velando a don Pedro. Comí pues, ese mediodía en compañía de mis padres y hermanas sin protestar ni discutir en ningún momento. Recuerdo haber aceptado sin queja una generosa porción de (¡aarrrj!) espinaca que colocó papá en mi plato cuando ya estaba a punto de terminar mi almuerzo —Para que crezcas fuerte, hija. — Cumplido con creces el rito de alimentación reglamentario me retiré al fondo de la casa, adonde rogué a mi hermana mayor, Mireya, que, si mami preguntaba por mí, le dijera que estaba durmiendo siesta.

Calladita pues, a eso de la una trepé por la cerca que nos dividía del patio del difunto y lentamente, desde su cocina fui, entre familiares y curiosos, atravesando la casa hasta llegar a la sala, llena hasta el balcón y la acera de medio pueblo. En el centro del salón, sostenida en una mesa de hierro con ruedas, un bloque de hielo debajo (¿para qué será ese hielo?) se encontraba una caja negra, de madera brillante y empinándome un poco, algo de lejos, pude al fin ver la cara de don Pedro. Parecía de cera y tenía la nariz como una punta de tan afinada.

Llegó entonces el padre Rosendo, párroco español a quien había visto en varias ocasiones. Pero esta vez lo vi diferente. Tenía un gorrito (luego supe que se llamaba birreta o birretillo) y una sotana negros. Con una mirada grave hizo venir de inmediato a su lado al monaguillo con el agua bendita e inició la ceremonia. La única hija, Francisca, al lado del féretro lloraba mucho. Se me hizo un nudo en el estómago cuando la vi. Las flamas de las altas velas parecían dedos encendidos que por momentos se alargaban, señalando el lugar hacia donde debía ir don Pedro. Un olor acre indefinido llenaba el lugar como si, ahora lo veo más claro, formara parte de un plan, en complicidad con el conglomerado de veladores cercando al fallecido para que no escapara, no se pudiera salir. No obstante, todos los presentes lucían muy tristes y atentos al padre Rosendo.

"De repente, don Pedro el difunto se levantó, primero lentamente, ante el asombro del cura y de todos y en seguida se incorporó rápidamente hasta quedar completamente sentado y encontrándose así, entonces eructó, tan fuerte y sonoramente que todo se volvió una confusión. Entre gritos y gemidos, los que estaban en la sala... trataron de salir a un tiempo por la única puerta a la calle. "

Fue entonces que algo inesperado sucedió: mientras el religioso en el responso bendecía y rociaba el cadáver con el hisopo ante el más absoluto silencio de los presentes, se sintió un crujido proveniente del ataúd. El párroco interrumpió oración y rito al tiempo que se sintió un segundo crujido aún más fuerte. Todas las miradas se centraron en el lugar de donde emanaba el ruido. Yo me sentía como una hormiguita con miedo entre tanta gente grande que se azoraba y ni respiraba en ese momento.

De repente, don Pedro el difunto se levantó, primero lentamente, ante el asombro del cura y de todos y en seguida se incorporó rápidamente hasta quedar completamente sentado y encontrándose así, entonces eructó, tan fuerte y sonoramente que todo se volvió una confusión. Entre gritos y gemidos, los que estaban en la sala, creo que más de cincuenta hombres y mujeres trataron de salir a un tiempo por la única puerta a la calle. Sólo se me ocurrió, llena de espanto, pegarme a la pared más alejada del muerto resucitado, mientras oía los ruidos y chasquidos de carnes y huesos chocando, telas y sedas rasgándose, como acorde de las voces y gritos que se hacían más desesperados en el intento por ganar la salida.

Transcurrió no sé qué tiempo hasta que la pesadilla se hizo más sorda, con la escena de don Pedro sentado en la caja negra. La sala quedó desierta, excepto por el difunto, por mí y por Francisca, la hija, arrodillada al pie de él, rogándole:

—¡Papá, háblame! ¡Dime algo, por favor! Don Pedro no contestaba; sus ojos cerrados y aspecto serio, enfadado. Desperdigados en el suelo entonces advertí zapatos, carteras y algo negro, indefinido, que al poco reconocí: un birretillo de cura. Una voz firme y maternal me sacó del trance que me mantenía congelada: 

—¡Aura!

Reaccioné y corrí al encuentro de mami, quien me esperaba frente a nuestra casa con no muy buena cara.

A mi atrevida aventura descubierta ya sabía lo que me esperaba. Al día siguiente, todavía algo adolorida y no muy feliz que digamos, por las nalgadas recibidas, escuchaba desde la habitación al Dr. Feliz, médico amigo de mis padres a quien le tocó presentarse al mortuorio después del correcorre. El galeno decía: —Como les explicaba, don Mario y doña Aura, el padre de Francisca tenía ya dos días de fallecido en la capital cuando lo encontraron en su mecedora. 

—Mas, escuché decir que habló o eructó, no sé—, repuso mi padre.

—Bueno, tengamos en cuenta que de seguro tenía gases acumulados en el vientre y cuando se sentó los expulsó.

—¡Pero yo lo vi levantarse, lo vi bien que resucitó!— Me oí hablando sin darme cuenta, entrometiéndome en una conversación de mis padres con un visitante. ¡Dios mío, me dije, ¡Se me fue la boca!

Mami me dirigió una fuerte mirada. El doctor Feliz y mi padre, entonces advirtieron que yo estaba escuchándoles y sonrieron. El médico, que me conocía bien, habló

—Lo que sucede, Aurita, es que lo habían sujetado con lazos para que se mantuviera acostado en el ataúd, porque murió sentado. Parece que los lazos no estaban bien amarrados.

Una vez más, mi curiosidad igualó la osadía y me atreví a preguntar

—Entonces, doctor ¿se levantó porque se soltaron los lazos?

—No—, contestó tranquilo el galeno—, se levantó por rigor mortis

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