Viviendas resilientes: la nueva forma de justicia social
La tormenta Melissa y el llamado a construir mejor

Los días que precedieron a la tormenta Melissa estuvieron cargados de incertidumbre. Cada nube oscura sobre el cielo del Distrito Nacional era un recordatorio de que la fuerza de la naturaleza no se predice y de que nuestras ciudades, por más esfuerzos que hagamos, siguen siendo vulnerables.
Cuando las lluvias comenzaron a intensificarse, se activó un amplio dispositivo que integró a las juntas de vecinos, más de 1,500 brigadistas, el Cuerpo de Bomberos del Distrito Nacional y al equipo del ayuntamiento. Todos sabían lo que debían hacer. La limpieza de imbornales que se realiza de manera recurrente y se intensifica durante eventos pronosticados, el traslado de las familias a los albergues, la protección de zonas críticas y el apoyo logístico se ejecutaron con orden y sentido humano. Esa coordinación —entre instituciones, comunidad y voluntariado—tuvo un gran impacto.
En medio de esas labores llegamos a El Túnel de Capotillo, donde trasladamos a la escuela a don Alejandro, de 74 años, y a la pequeña Fre, de apenas dos. Ellos son el mayor y la más pequeña de las 38 personas pertenecientes a nueve familias, incluyendo dos mujeres embarazadas, que tuvieron que dejar sus casas por seguridad. Son familias que, con cada tormenta, reconstruyen lo que el agua destruye.
Esa escena define en parte lo que entiendo por resiliencia urbana. No se trata solo de resistir el impacto de un evento climático, sino de actuar colectivamente, aprender y levantarse más fuertes. La resiliencia es la suma de muchos esfuerzos: la coordinación institucional, la preparación técnica, la conciencia ciudadana y la solidaridad comunitaria.
La tormenta Melissa, que empezó como una onda tropical y terminó como un huracán categoría 5, nos recordó con crudeza que el cambio climático ya no es una amenaza distante, sino una realidad cotidiana que afecta nuestras vidas y nuestras ciudades. Nos obliga a repensar cómo construimos, dónde habitamos y cómo protegemos lo más valioso: la vida.
De esa reflexión nace una convicción profunda: no hay mejor política social frente al cambio climático que invertir en viviendas resilientes y comunidades organizadas. Una vivienda resiliente no es solo una estructura de concreto más firme; es un espacio de seguridad, estabilidad y dignidad. Es un techo que no se convierte en peligro cuando llueve, sino en refugio. Es una casa construida con materiales duraderos, eficiencia energética y buena ubicación.
Pero la resiliencia no se agota en la vivienda: empieza en la comunidad. En las juntas de vecinos que limpian drenajes antes de las lluvias. En los voluntarios que acompañan las evacuaciones. En los bomberos que arriesgan sus vidas para salvar otras. En las madres que se organizan para cuidar a los niños en los albergues. Esa es la verdadera fortaleza de una ciudad: su gente.
El cambio climático seguirá siendo un desafío global, pero sus efectos se sienten, se enfrentan y se superan en lo local. Por eso, las ciudades deben ser el primer frente de acción. No basta con reaccionar; debemos prepararnos, anticiparnos y construir mejor.
Cada peso invertido en prevención y resiliencia ahorra hasta cuatro en reconstrucción, según demuestra la evidencia internacional. Es una inversión inteligente y justa.
En Colombia, entre 1998 y 2016, los desastres naturales provocaron pérdidas por más de 5,600 millones de dólares, afectando 1.7 millones de viviendas. En México, los sismos de 2017 destruyeron más de 250 mil hogares y transformaron la política habitacional hacia un modelo de reforzamiento estructural y acceso a crédito para familias vulnerables. Chile, tras su terremoto de 2010, emprendió una reconstrucción basada en estándares de calidad que hoy son ejemplo para toda la región. En Perú y Brasil, los programas de mejoramiento de barrios han demostrado que invertir en vivienda segura fortalece también la cohesión social y reduce la violencia.
Estos ejemplos confirman algo fundamental: la vivienda resiliente es mucho más que una política social. Es una política de desarrollo, de equidad y de seguridad humana. Protege vidas, preserva el patrimonio familiar y dinamiza la economía porque impulsa la construcción, genera empleo y promueve innovación local.
En República Dominicana se han dado pasos importantes. El presidente Luis Abinader, a través del Ministerio de Vivienda y Edificaciones, ha impulsado programas como Familia Feliz y el Fideicomiso MiVivienda, que han permitido a miles de familias acceder a un techo digno. Esos esfuerzos merecen reconocimiento, porque representan el mayor avance en materia habitacional en décadas. Pero los desafíos del clima exigen que vayamos más lejos: necesitamos convertir la política de vivienda en una política de resiliencia integral.
Eso implica triplicar la inversión en viviendas sociales y de bajo costo en los próximos cinco años, con la participación activa del Estado, el sector privado y las comunidades locales. También implica promover programas de mejoramiento y reforzamiento estructural de viviendas existentes, especialmente en zonas de alto riesgo, e integrar criterios de sostenibilidad y eficiencia energética en toda la planificación urbana.
Una política de resiliencia debe ser, ante todo, una política de cercanía. Debe nacer en el territorio, escuchar a la gente y adaptarse a sus realidades. Debe integrar educación ambiental, cultura ciudadana y formación comunitaria. Porque la infraestructura más importante no son los muros: es la confianza entre las personas.
Las experiencias de la tormenta Melissa y de tantas familias en Capotillo nos enseñan que la prevención no empieza cuando llega la tormenta, sino mucho antes. Comienza con la organización, con el compromiso ciudadano, con la planificación. Una ciudad que trabaja unida puede salvar vidas antes de que el agua suba un centímetro.
Por eso, debemos entender que la resiliencia es la nueva forma de justicia social. Garantizar viviendas seguras, barrios planificados y comunidades preparadas no es un lujo: es un deber moral. La verdadera protección social no se mide por la cantidad de ayudas después del desastre, sino por la capacidad de evitar que esas ayudas sean necesarias.
La resiliencia transforma el miedo en acción, la vulnerabilidad en dignidad y la incertidumbre en esperanza.
Cada casa reforzada, cada familia preparada, cada comunidad organizada es una victoria frente al cambio climático.
Y si algo demostró la tormenta Melissa, es que cuando nos organizamos, cuando nos unimos, ni la lluvia más fuerte puede apagar nuestra esperanza.

Carolina Mejía