Una mirada católica y el debate sobre la homosexualidad
La Iglesia dominicana y el reto de la misericordia

Las recientes declaraciones del obispo coadjutor de Santo Domingo, Carlos Tomás Morel Diplán, al advertir sobre una supuesta "agenda internacional que promueve la homosexualidad", invitan a retomar el equilibrio teológico y pastoral que la Iglesia universal viene afinando con paciencia. No hay documento más iluminador en este terreno que la declaración doctrinal aprobada por el papa Francisco, que abrió la puerta —con extraordinaria precisión— a bendiciones pastorales para parejas en situación "irregular", incluidas las del mismo sexo, siempre que no se confunda ese gesto con aprobación moral o equiparación al matrimonio sacramental.
Ese texto, que muchos enjuician sin leer, parte de una premisa profundamente católica: la bendición no legitima un estado moral, sino que implora la misericordia de Dios sobre personas concretas. Esto, lejos de relativizar la doctrina, la protege de la dureza impropia. Fiducia Supplicans recuerda que el acompañamiento pastoral "no puede convertirse en un arma ideológica" ni en "una barrera que excluya de facto a quienes más necesitan consuelo".
Desde esa óptica, conviene revisar la narrativa que contrapone homosexualidad y cultura dominicana como si se tratara de una amenaza externa, casi un virus importado. La Iglesia no puede permitir que el lenguaje del miedo sustituya al del discernimiento. No existen "agendas" capaces de modificar la antropología cristiana, ni la enseñanza sobre el matrimonio entre varón y mujer, ni la ética sexual. Pero tampoco puede la Iglesia caer en la simplificación que identifica toda realidad LGBTI con militancia ideológica o decadencia moral.
El Catecismo, dice con claridad meridiana, que las personas homosexuales deben ser tratadas "con respeto, compasión y delicadeza", evitando "toda forma de discriminación injusta". La Iglesia no llama a temerlas, sino a acompañarlas en su camino de fe, con el mismo tipo de paciencia que exige a cualquier bautizado en proceso de conversión.
La visión estrictamente cultural es incompleta desde la teología católica. El Evangelio no puede recluirse tras fronteras nacionales. Cuando el arzobispo afirma que "tenemos una cultura que debemos cuidar", acierta en valorar lo propio, pero yerra si esa afirmación se convierte en filtro previo para la misericordia. Fiducia Supplicans insiste en que la pastoral no es un apéndice cultural, sino una manifestación del corazón de Cristo, que mira antes la sed del ser humano que su categoría moral.
Tampoco es del todo acertado recurrir a paralelismos históricos —como la caída del Imperio Romano— para advertir sobre supuestas degeneraciones sexuales. La teología moral católica no se sostiene en analogías sociológicas, sino en la dignidad intrínseca de la persona, la ley natural, la libertad y el orden del amor. Reducir el fenómeno homosexual a un signo de decadencia es pastoralmente ineficaz y teológicamente pobre. La defensa de la familia —que sigue siendo un pilar irrenunciable— se fortalece ofreciendo caminos de acogida, verdad y conversión, sin elevar muros.
El papa Francisco ha sido claro: "La Iglesia no bendice pecados, bendice personas". Y lo hace porque reconoce que el Espíritu actúa también en los rincones donde la vida es frágil, contradictoria o herida.
Si la Iglesia dominicana quiere ser faro en esta discusión, hará bien en leer Fiducia Supplicans como un recordatorio de que la verdad sin misericordia deja de ser evangélica; y que la cultura —cualquier cultura— solo se embellece cuando se deja transformar por la caridad.

Juan Alberto Silvestre S.
Juan Alberto Silvestre S.