¿Hoy es siempre todavía?
Cuando gobernar se reduce a inaugurar obras
No en la República Dominicana. Seca la noria del pensamiento, sus vasijas giran llenas de sombras. Ese todavía machadiano que promete futuro, ese hoy prolongado, pierde entidad en un país donde el discurso público es mero juntar palabras y acompañarlas de gestos vacíos.
Uno está y no se queda. Otro estuvo y se predestina al regreso. Se retan como niños en competencia lúdica. «Vamos a recorrer el país», «vamos a almorzar», se invitan mutuamente, quizá libreta en mano para anotar los ceritos en la casilla de las pérdidas. Sumarán al final las marcas positivas pero no valdrá de nada. Ambos irían a ganar. La realidad es lo de menos.
¿Pero ganar qué? Hay un lastre heredado que les carcome la visión del mundo y del acto mismo de gobernar: la obra física como afirmación de grandeza personal. Lo exhibible usado como propaganda política e ideológica, característica de los gobiernos autoritarios y personalistas a través de la historia humana. Narcisos que, como versifica Machado, ya no se miran en el espejo porque son el espejo mismo.
Escuelas, sí, antes más y ahora menos, o viceversa. ¿Y la calidad del magisterio, del proceso de enseñanza y aprendizaje? ¿Qué nos dice el currículo para orientarnos hacia una sociedad desprovista de las taras que nos taran como individuos y como pueblo? Si la competición llegara a darse alguna vez, los participantes empatarán en el silencio sobre el dominicano que necesitamos y no estamos alimentando.
Sentados en esas edificaciones escolares que saldrían a relucir, menos de tres de cada diez estudiantes es capaz de interpretar un texto simple. La complejidad del mundo pasa a años luz de sus cabezas. Terreno fértil para la domesticación, para la cerviz doblada y el recelo de la libertad personal y la democracia política. Para el «dame lo mío» como medio de vida.
En las carreteras milmillonarias que van de este a oeste y de norte a sur, en los corredores urbanos y autovías coralinas, en las ampliaciones viales inconclusas, la muerte es cotidiana porque preocupa menos que el asfalto. Para ella no hay política de excelencia disputable. Que esas muertes radiografíen el desprecio por la vida que nos deshumaniza, que conviertan en virtud el instinto primario, no hará del todavía de hoy oportunidad para relegar lo accesorio y centrarse en lo que transforma.
Ninguno invitará al otro a hablar de democracia, de institucionalidad o cultura. De educación que cultive el espíritu crítico. No se detendrán a analizar la carestía de valores que imposibilita el diálogo y pervierte la convivencia. Que inunda de basura medios y conversaciones privadas. El precio del arroz, la papa y el plátano tienen mayor importancia para los eventuales competidores.
Nada primordial saldría ni del almuerzo ni del recorrido propuestos, si finalmente suceden. Aun así, y a pesar de ambos, una lección dejan y es desoladora: la de un tiempo político clausurado a la esperanza.