La tragedia tiene culpables
La tragedia en Jet Set no fue un accidente inevitable, sino el resultado de una negligencia acumulada
Llegará el día en que, como sociedad, enjugaremos nuestras lágrimas. El día en que, menos para los deudos, la tragedia de Jet Set será el vago recuerdo del desplome de un techo que dejó un número de víctimas que no recordaremos. Pasó con la cárcel de Higüey y con las explosiones en Polyplas y en Vidal Plas. El día en que habrá desaparecido la llamada «empatía emocional» que explica el dolor por un drama que no hincó sus fauces en amores cercanos.
También se habrá alejado de las emociones la solidaridad desbordada y conmovedora de los miles de personas que, en las redes, reprodujeron los llamados desesperados de quienes buscaban a familiares perdidos y plasmaron con palabras afligidas su personal abatimiento, de los que acudieron por centenares a donar sangre para los rescatados con vida.
No habla mal de los humanos que dejemos diluir en el tiempo el dolor que pareció insuperable. Necesitamos restablecer el equilibrio interrumpido por el duelo, construir la resiliencia con los materiales del recuerdo amable. Conservar la huella sin suspender la vida.
Solo una cosa no debemos permitirnos nunca, y es el olvido de la culpa. Porque Jet Set no se desplomó esa madrugada del 8 de abril. Se fue desplomando poco a poco sin que se cumpliera con el deber legal, pero también moral y humano, de tomar previsiones para asegurar la integridad de los concurrentes a la discoteca.
Vendrá ahora el peritaje para identificar las fallas estructurales que colmaron la copa del progresivo riesgo. Se hará en beneficio del expediente, y está bien. Pero, sin aventurar juicios técnicos que me son ajenos, no me parece absurdo decir lo obvio para cualquier mediana inteligencia: la estructura colapsó porque fue sometida en el tiempo a una tensión que superaba con creces su capacidad de soportarla. Ser lego no es necesariamente sinónimo de sinsentido.
A la hora en que este artículo se escribe, doscientas dieciocho personas habían perdido la vida. Más de cien estaban heridas con diverso estado de gravedad. Posiblemente todavía quedarán cadáveres bajo los escombros. Vidas útiles, sueños, amores, desamores en busca de alivio, compañía, soledades. Ganas de vivir, enterradas bajo toneladas de hormigón y equipos instalados en el techo desplomado.
No, las palabras consoladoras no pueden, no deben, engullir la deuda. Ni la devastación emocional de los deudores oficiar como eximente. No podemos enterrar los muertos y hacer como si el destino les hubiera jugado una mala pasada. El letal desplome no fue obra del azar ni de una fuerza sobrenatural castigadora: fue obra de la negligencia humana que podrá ser objeto de cálculos enrevesados, pero no por ello dejará de ser lo que es.
De la tragedia hay culpables, y sería aumentar el dolor de los deudos y hacerle la peineta a la sociedad intentar lavarles la culpa con subterfugios o con la construcción de un relato emocional que trueque la debida justicia en compasión.