El libro que me une a una desconocida
Por qué comprar libros es un acto de esperanza
Los japoneses llaman tsondoku al impulso de comprar libros sin que lleguemos a leer nunca muchos de ellos. Pero ahí están como invitación permanente a la aventura del espíritu. A la única trascendencia verdadera.
Umberto Eco, cuya biblioteca sobrepasaba los treinta mil volúmenes, dio una buena razón para no sentir remordimiento de nuestro tsondoku: «Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer».
En mi biblioteca, muchos libros aún conservan sus fajas promocionales; no he vuelto a tocarlos desde que los adquiriera. Pero leídos o no, por todos siento cariño. No me los imagino ausentes, y me preocupa cuál será su destino cuando yo me vaya sin regreso.
¿Por qué sigo comprándolos si apenas me queda tiempo vital para leerlos? Porque prometen descubrirme lo que desconozco, fundir infinidad de vidas en la mía, imaginar ciudades que no escucharán mis pasos, y porque la generosidad de su promesa me conmueve. Son para mi la llama roja, esa metáfora del erotismo de la que nos habla Octavio Paz.
Pero quiero hablar de un libro específico, Las obras completas de José Ortega y Gasset, en su edición de 1932 por los Talleres Espasa-Calpe. El papel tiene la fragilidad de sus 93 años y ha perdido la blancura que fuera suya al salir de la imprenta.
No puedo recordar cómo llegó a mis manos, pero sé que no lo compré. Está dedicado con exquisita caligrafía a una «querida y genial amiga» el 27 de octubre de 1963. Entre la fecha del obsequio y la de publicación median treinta y un años, lo que me hace suponer que el obsequiante lo tomó de su biblioteca personal o familiar. Debí obtenerlo no muchos años después de que su nueva propietaria lo encuadernara en pasta dura e hiciera imprimir, en un dorado que aún refulge, el título de la obra y su nombre.
He vuelto a hojearlo hace unas semana en busca de una frase recordada vagamente. La certeza de que me serviría –como me han servido otras en momentos diferentes–, me llevó a buscarlo. El encuentro abrió el cauce de mi imaginación.
Abundan los subrayados, que en su mayoría reconozco míos. En el índice, junto a varios de los títulos de la recopilación, discretas marcas parecen señalar las lecturas concluidas. ¿Quién de nosotras las hizo? ¿Qué pensó ella cuando leía las mismas líneas que yo leería después? ¿Qué sentimiento le causó haber perdido el libro? ¿Qué provocó en mi su posesión que mi memoria no conserva?
Puedo imaginar muchas respuestas pero, al final, lo que me importa es el misterio de haber convergido con una mujer que no conocí nunca. Que un libro tendiera un hilo invisible y perdurable entre nosotras y que, gracias a él, nos salváramos de ser, como dice el filósofo, «el peludo Robinson» de nuestras vidas desiertas.
(Este artículo es deudor de Leer la nostalgia, publicado el pasado día 14 por Aníbal de Castro)