Gracias por darme la opinión que no te pedí
Las ideas ajenas valen más de lo que se admite

La protagonista de nuestros días. La invitada estelar de todos los escenarios. La que llega sin anunciarse y se queda sin permiso: la opinión. A veces deseada, otras tantas no.
No ha existido mejor momento en la historia para opinar. Ella desconoce emisores, horarios, límites geográficos, idiomas o formato de publicación; de todas formas, se hace presente.
La virtud más grande e infravalorada de la opinión es la forma en que resume criterios y léxicos particulares para cederlos a multitudes. Tiene el poder de, entre líneas, dejar ver años de lectura, profundos análisis críticos, corazones nobles e imploraciones francas que tienen a veces como punto de partida la impotencia.
Gran parte de las ideas más memorables y fascinantes que he tenido el placer de leer provienen de artículos de opinión, publicaciones y contenido audiovisual, despertando en mí una inmediata admiración por sus autores.
Opiniones que regalan camaradería, conocimiento, consuelo y curiosidad. Incluso disrupción; muchas veces, disrupción.
¿Cuándo fue la última vez que pidió verdaderamente una opinión a alguien? Basta tan solo un clic o tomar el transporte público para que irrumpa en su vida, para bien o para mal.
Apostaría que, al momento de leer esto, ya sabe el parecer de personas que jamás conocerá en su vida, sobre temas que ni siquiera planeó investigar.
No trato aquí de halagar las opiniones innecesarias e indecentes que a diario se cruzan en nuestra rutina —aunque eso sea subjetivo—. Aseguro con entereza que coincidimos en cuáles encajan en dicho perfil. Esta vez, el foco está en la magia particular que ha traído consigo la aldea global y la era digital.
El acceso libre y cotidiano a los pensamientos, reflexiones y aprendizajes de miles de personas constituye una fortuna poco valorada. La riqueza de la opinión se sirve hoy en bandeja de plata: quien sepa elegir la mesa adecuada, difícilmente sufrirá indigestión.