La familiaridad, desplazada por las vitrinas
Por qué volver a los lugares donde fuimos felices

Mi padre tiene un tiempo sagrado en su rutina: las 4:30 de la tarde. Donde sea que se encuentre, suele escribirme a mí, a mi madre o a sus colegas. La pregunta es qué hacen, y el lugar no necesita presentación: sobra decirlo.
En esa cafetería, mi padre llega, saluda con afecto y respeto y luego procede a su frase corta y lapidaria: "Dame lo de siempre, con lo de siempre". Los jóvenes ríen, y le llevan a la mesa un croissant de queso crema y un capuchino.
Él es un fanático de la familiaridad: los mismos restaurantes, las mismas cafeterías, los mismos parajes, las mismas tiendas y marcas. Si encontró calidad, buen precio y buen servicio, allí se queda. Sacarlo del placer de lo conocido por un poco de novedad se torna, a veces, difícil.
Como joven, soy más flexible, pero como su hija comparto la misma afición. Sin embargo, disfrutarlo con mis congéneres, incluso con mis amistades más cercanas, es engorroso. Así pase un mes o tres años, la respuesta habitual es: "Pero ya fuimos ahí, vamos a conocer este".
Y el "este" puede estar recién inaugurado, y ya sabemos cómo va a ser de antemano: rodeado de espejos si es un espacio cerrado. Una bonita cristalería, una lluvia de bombillos o una cinta LED amarilla bordeando los asientos. Una decoración floral, un "But first, coffee" en letra cursiva rosa neón, y un jugo de menta y limón que cuesta 400 pesos sin impuestos solo por ser servido con crema, con humo, con una cucharita metálica de tragos... Qué más da.
No hablo necesariamente de sitios "popis" ni del Distrito: desde el carrito más sencillo forrado con grama sintética hasta el restaurante más exclusivo, el concepto no tiene mucha diferencia. Baila entre lo criollo, lo moderno, una cultura gastronómica específica o la "fusión". Tratan de ser pomposos, llamativos, pero sobre todo: instagrameables.
Nunca fue el ego tan complacido como en la era de las redes sociales. Nunca se mataron tanto los negocios por capitalizar sus espacios privados.
Antes, buscábamos experiencias para hacer memoria, y los negocios fidelizaban con historias auténticas: la de la receta estrella, la del emprendimiento familiar de varias generaciones, la de la elección de los consumidores como garantía de su propio éxito, la del privilegio de que una personalidad famosa tomara allí su cerveza por las tardes.
Hay restaurantes en provincias cuyos locales son prácticamente un museo vivo del pueblo que los alberga.
Pienso rápidamente en una cafetería-restaurante de Joba Arriba, en Gaspar Hernández, cuya decoración la hacen las fotos de artistas, empleados públicos y seres queridos del pueblo reunidos en ese lugar o en otros sitios emblemáticos de la comunidad, con sus fechas incluidas.
O en dos de las barras más famosas de San Francisco de Macorís (no tengo que mencionarlas, porque los compueblanos saben cuáles son), donde los escritores, más allá de distenderse, terminaron algún que otro borrador de su siguiente libro.
Nada en contra de la modernidad. No podemos vivir aferrados al pasado en un mundo tan cambiante y digitalizado, y en economías donde un "tag" a tu negocio en un "story" de un usuario puede ser una tabla de salvación para los bolsillos.
Pero hay una generación cada vez más vacía y ansiosa cuya vida se le resbala en una sociedad superflua, que está desconociendo lo que realmente significa habitar el presente.
Parte de habitarlo incluye volver a los lugares donde hemos sido felices, donde nos gusta la comida o el producto, donde puedes ir hasta solo, porque el empleado o dueño te recuerda, se sabe tu nombre, te extraña y hasta te jala la silla de tu mesa preferida. Y donde no hacen falta pantallas. Lugares así son un catarsis para la memoria: recordarte hace dos, cinco o diez años atrás con los tuyos, en aquel lugar que ya ha cambiado y en el que tú, en esencia, tampoco eres el mismo.
Entonces: ¿dejarás la vitrina para otro momento e invitarás a alguien que estimas a pedir "lo de siempre, con lo de siempre" en tu barra favorita la próxima vez?