Estoy, pero no estoy
Hay que desconectarse para una mejor relación interpersonal

En tiempos en que el ser humano depende, en menor o mayor grado, del uso de los teléfonos inteligentes para el desarrollo de las actividades diarias, pasatiempos, entre otros, se hace más evidente también el deterioro de las relaciones interpersonales, esas que nos permiten el cara a cara y la escucha activa.
Es deprimente ver que el uso de los celulares ocupa el espacio en que dos o más personas tienen la oportunidad para interactuar, sonreír y debatir. Parecería que es un reto hoy en día dejar de lado ese aparato que nos mantiene, en cierto sentido, con un tic nervioso en las manos, queriendo saber qué pasa en el mundo, mientras supuestamente compartimos con nuestros cercanos.
Me hago la idea de cómo una familia, o un grupo de relacionados, se dispone a almorzar, cenar o simplemente socializar, pero cada quien anda inmerso en su mundo digital, desatendiendo la comunicación afectiva, la calidez humana que merecen uno del otro.
Debe ser espantoso para alguien que busca romper con ese patrón de comportamiento o que, tal vez, nunca ha sido parte del mismo, muy de moda, por cierto, en el que siente que pocos o nadie le presta atención.
Empero, muy penoso debe ser también que un niño o una niña se encuentre en un hogar o en un parque y tenga que jugar solo o sola por el simple hecho de que sus padres están conectados al celular, viendo cosas que muy probablemente estén a cientos de kilómetros de distancia, mientras sus hijos se encuentran a unos pocos metros de ellos.
No tengo nada en contra de la tecnología. Entiendo que cada individuo es responsable del uso consciente o no que le da a los teléfonos inteligentes (smartphones). Lo que sí considero es que la prudencia y el respeto llaman a la puerta cuando nos encontramos en familia, entre amigos, compañeros de trabajo o en algún círculo de estudios.
Aquí una anécdota personal. En mis pasadas vacaciones fuimos a un hotel del país en familia. Éramos ocho en total, siete adultos y un niño, mi hijo.
Recuerdo que, cuando llegué a la habitación, una de las primeras cosas que hice fue guardar el celular en la caja fuerte. Sabía yo de antemano que se trataba de un encuentro sagrado, al menos en lo que a mí concernía. Me sentí liberado de cualquier ansiedad que me asomara, de la sombra del tic nervioso merodeando mis manos. Al final, sentí que cumplí con uno de los objetivos: disfrutar sin ataduras.
Aquí les comparto tres preguntas reflexivas: ¿vale la pena sentarse a la mesa con el celular en las manos?, ¿vale la pena comprarle un juguete a su hijo y dejarlo a solas mientras usted se entretiene con el celular a distancia?, ¿vale la pena salir a "socializar" entre amigos y no ver sus rostros mientras alguno de ellos habla? ¡Ah!, una preguntita más: ¿en qué nos hemos convertido?