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Los hijos del callejón y del olvido

La realidad cruda de los niños criados por la calle y el entorno que los forma

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Los hijos del callejón y del olvido
Calles de un sector de la provincia Santo Domingo. (ARCHIVO DL)

Entender sus historias nunca significará justificar sus actos, sino percibir el entorno en que se formaron. En un callejón sin nombre donde nadie entra si no vive ahí, nacieron dos hermanos. Yinet, llegó primero y Junior vino dos años después. Vivían en una casita de madera con techo de zinc oxidado donde cada vez que llovía, había que mover los colchones para que no se mojaran. Desde el primer día, la vida les dejó claro que lo suyo sería sobrevivir, no vivir.

En ese barrio caliente el agua llegaba sucia por una tubería vieja o se compraba en camiones que subían una vez por semana. No había luz eléctrica casi nunca y cuando caía la noche, los únicos focos encendidos eran los de los puntos de droga.

La escuela del barrio donde estudiaron se caía a pedazos, tenía maestros mal pagados y cansados, y solo la adecuaban cuando un ministro iba a inaugurar un nuevo año escolar. Los niños iban sin desayunar y el director ya no sabía cómo detener la circulación de vapers con marihuana en los escondites durante el recreo.

Yinet, la mayor, creyó rápido y erróneamente que la calle educa más que el aula. A los 13 años ya no jugaba muñecas, ya estaba en el coro. Se empezó a vestir como las mujeres del callejón de abajo: uñas largas, shorts apretados y blusa corta. A los 15, su tío, borracho, se metió a su cama y la tocó. Ella lo dijo, pero nadie le creyó ni le puso asunto a las cosas de una muchacha que solo "buscaba atención".

Junior era más callado. A los 12 ya sabía cuánto pesaba un gramo, a los 13 le daban cien pesos por avisar si venía la patrulla y a los 14 ya manejaba un punto mientras aprendía a atracar disfrazado de mensajero. Su amigo más cercano cayó muerto en un "intercambio de disparos" y a él le tocó enterrarlo con una gorra prestada, una pequeña en la mano y con un coro de motores guayando mientras sonaba "Soy un infeliz" de Rochy RD.

En ese velorio no hubo presencia policial porque "los monos" no entraban al callejón donde ya había un monarca que controlaba el barrio y donde nadie se atrevía a llamar a las autoridades para poner orden porque al chivato lo "empaquetaban". Los policías, en las otras calles del barrio, sembraban funditas en los bolsillos, se llevaban motores que no devolvían y pedían algo pa´ la cena si no querías problemas.

La mamá de Yinet y Junior vendía frituras. Se paraba a las seis en la avenida y freía empanadas hasta que se acabara el gas. Cuando sus hijos llegaron con su primer iPhone, no preguntó. Aunque sabía de dónde salían los aparatos, no quería decirlo en voz alta y lloraba bajito cuando escuchaba tiros con la certeza de que uno de esos plomos podría llevarle a sus hijos, que desde los 13 años ya se metían en el drink a fumar hooka hasta la madrugada.

Ella sufría de presión alta, pero se medicaba poco porque las pastillas eran muy caras y en ese barrio los que llegaban a ser médicos se mudaban para no criar a sus hijos en el bloque. El hospital más cercano estaba a siete kilómetros y solo en pasaje gastaba 160 pesos de ida y vuelta para ir en unas guaguas atiborradas de gente que la llevarían a un centro donde tenía que llegar a las 5:00 de la mañana para que, con suerte, la atiendan al mediodía y donde si no tenía 100 más para el seguridad, tenía pocas posibilidades de avanzar en la fila.

Yinet, mientras tanto, se metió a modelo de Only, pero sin Only. Cuando dejó la escuela, ninguna empresa la quería por la dirección que ponía en su curriculum. Desesperada por ayudar a su mamá y comprarse algunas blusitas, empezó a viajar con chiperos que conocía por Instagram. Subía fotos en yate, pero dormía en el mismo colchón viejo sostenido por blocks cuando volvía.

Los hermanos crecieron. Uno terminó sepultado tras una muerte que todos esperaban y casi nadie lloró porque todos en el barrio sabían cómo terminaban "los tipos como él". Lo despidieron con ron y dembow, como si fuera una fiesta. La otra vivía en Aruba con un italiano que conoció por TikTok y regresaba cada diciembre al bloque, ahora con dólares, senos nuevos y sin la mente llena de sueños que sabía que nunca cumpliría.

En la parte de atrás de ese callejón donde se criaron la situación no cambió mucho para los niños que iban creciendo. Mientras en la televisión hablaban de reformas estatales y presupuestos, en su barrio hablaban de quién cayó anoche en un tiroteo por un punto. Mientras en la radio hablaban de educación, en el liceo de la avenida los muchachos seguían vendiendo marihuana en el recreo.

Cuando en el Congreso los legisladores discutían y se enfrentaban sobre sus exenciones o sus privilegios, en el barrio no había ni tanque de basura, ni carne para el arroz ni esperanzas.

Yinet, Junior y todos los adolescentes que salían de ahí fueron hijos de un barrio con pocos referentes. Gente rota, criada en la parte atrás de la misma ciudad que solo ofrece sueños a los que nacen en torres. 

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Periodista dominicano. Escribe sobre temas legislativos y políticos.