¿El derecho a defenderse justifica la violencia?
La fuerza de no responder, por qué la no violencia es el acto civilizado más poderoso

Cuando una persona daña a otra, sin importar las circunstancias y sin importar la gravedad del daño podemos decir, casi sin dudarlo, que el agresor legitima al agraviado con el derecho de defenderse en la proporcionalidad de los perjuicios que causó.
Esto puede desatar, en algunos casos, un conflicto moral en el agraviado: ¿tiene que defenderse a toda costa, aún si el daño infligido representó haber sufrido algún tipo de violencia?
Como civilización hemos aceptado que esto es únicamente justificable en la defensa propia de la vida.
De lo contrario, existen mecanismos socialmente consensuados para lograr ser resarcidos sin incurrir a la violencia. Por eso existen las vías de la justicia. Pero no todo lo legal es justo, y este camino está cargado de procesos burocráticos que a veces parecen diseñados para lograr el cansancio o el desistimiento, lo que vulnera derechos y hace que quienes agredan salgan ilesos con más recurrencia de lo que un sistema democrático sano debería permitirse.
En un entorno así, hacer justicia con las propias manos parece aún más apremiante: es casi ineludible. Porque al final, ¿no quedo más vulnerable yo y los míos si me quedo sin defenderme frente a un sistema que no funciona?
La violencia es una alternativa. No es la correcta, no es la justa, no es la legal, no es moral ni es socialmente aceptada. Pero es una alternativa, al fin y al cabo, para "aspirar" a algún tipo de resarcimiento.
Si aún con esa alternativa entre manos, y sin vías jurídicas o democráticas para conseguir el resarcimiento, se decide no ser violento, el agraviado corre el riesgo de "quedarse da'o", pero legítima algo aún mas poderoso de lo que a simple vista parecería una inacción:
Reivindica que la violencia nunca justificó, en primer lugar, a que el agresor la usara en su contra: bajo ninguna circunstancia, bajo ningún argumento y bajo ninguna condición. Ni hacia quien le violentó, ni hacia nadie inocente, porque aún padeciendo sus efectos es incapaz de inflingir daño. Puede, pero no se lo permite.
Esto mantiene la culpa, la carga y el perjuicio donde tiene que estar: del lado del agresor, aunque no falle a favor ningún tribunal, porque nunca se necesitó para validar el deber ser de nosotros como ciudadanos, llamados a defender el único sistema viable (con sus virtudes y defectos) para lograr niveles mínimos de convivencia y progreso: la democracia, que al final la hace el pueblo, no el Estado, ni el Gobierno.
He ahí la diferencia entre ser violento (que es siempre un rasgo primitivo) y ser civilizado.
Evitar dañar aún cuando se está legitimado a hacerlo es el acto de protección civil y político más poderoso que se puede ejercer: se protege el agraviado de herirse más (pues la violencia solo sabe extenderse sin garantizar paz), desincentiva a los suyos y conocidos a incurrir en más violencia y, sin saberlo, preserva los cimientos básicos sobre los que se sostiene una democracia.