El campo importa y mucho
La dinámica de la vida campesina incluye el traslado hacia otros pueblos donde los habitantes podrán vender sus productos. Esta dinámica está en la raíz de la economía dominicana, cartografiada por algunos tratadistas del país

Como puede verse en cualquier viaje, una gran parte de los campos dominicanos ya cuenta con energía eléctrica. Hace unos años, esto no ocurría, y los habitantes tenían que recurrir a velas, lámparas, velones y focos. Después de todos estos años, el lector se preguntará entonces cómo ha cambiado el campo desde la Era de Trujillo, pasando por los doce años de Balaguer, hasta llegar a este gobierno del PRM. En ese mismo tenor, alguien me pregunta también por los otros gobiernos: Leonel Fernández Reyna, Hipólito Mejía Domínguez, Danilo Medina Sánchez y ahora Luis Abinader Corona.
Enfocado en su modus operandi, queda claro que el campesino dominicano ha aprendido a mercadear su producto. Podemos notar su presencia en los mercados de productores, a los que va con mucha fe. La vida campesina se ha visto transformada por la llegada de vehículos de motor: automóviles, pasolas, motocicletas y camiones. Si vemos bien, en la costumbre del dominicano del campo están ahora la banca de apuestas, la cancha, el club, el dominó, el billar y la enramada, donde se hacen fiestas de todo tipo: teteos, bodas, cumpleaños, juntaderas y pericos ripiaos.
Si ahondamos en el concepto de historia, puede decirse que ha habido un cambio mayúsculo en los campos dominicanos. Durante las décadas de los setenta y ochenta, hubo una gran migración hacia la capital y hacia Nueva York. Muchas personas se establecieron en otros lugares, pero dejaron viviendo en los campos a sus familiares, quienes hoy reciben remesas de sus parientes en el extranjero cada mes. Entre enero y agosto de 2025, la República Dominicana recibió US$7,921.0 millones en remesas, un 11.4% más que en el mismo período de 2024, según información del Banco Central.
Este análisis considera que el campesino de hoy no es el mismo de la Era de Trujillo: ahora algunos tienen camionetas y sacan sus siembras hacia diferentes mercados, dándonos la impresión de que conocen el negocio, aunque este puede ser un asunto cambiante que tiene que ver con la macroeconomía y la micro, que Mejía decía que había que dejar que "boroneara" a toda la población —no un asunto equivocado en economía.
En sus campos, que pueden ser de café o de cacao, estos campesinos conocen el ritmo de las cosechas: no todo el año es tiempo de vender lo que producen cada mañana. Atendiendo a esta realidad, la respuesta que algunos han encontrado es la diversificación de sus cultivos, especialmente en solares con mayor capacidad de uso de la tierra y con el experticio de los sembradores.
En términos referenciales, esto nos indica que sabemos cómo viven los campesinos, de alguna u otra manera. Habitualmente se dice que el campesino dominicano es muy trabajador, y la respuesta viene rápida: muchos se fueron a Estados Unidos y terminaron en factorías o bodegas donde trabajan de tarde a tarde y hasta la noche de otro país.
Hace unos cuantos años, en un viaje lejano a un campo dominicano de Puerto Plata, en Imbert, tuve la ocasión de vivir toda una aventura con algunos amigos extranjeros. Salimos a eso de las 9 de la noche hacia el río —¿Bajabonico?— por caminos sembrados de cortas matas, hasta llegar a un lugar donde el clamor de las aguas bajaba con suma intensidad. Quien les habla pensó que estaba en la cuenca del Orinoco, lo mismo que me ocurrió en la infancia, en el río Isabela por Arroyo Hondo. Eran los tempranos ochenta, y mucho tenía que ocurrir con la economía dominicana. Otros gobiernos llegarían para cambiar las cosas en términos económicos y políticos.
Refiriéndome a la experiencia en Imbert, los invitados panameños se asombraron cuando, al otro día, nos reíamos por la aventura de la noche anterior, ahora recordada con una taza de leche y unas batatas asadas en un fogón de blocks.
En un universo muy arcaico, para ese momento no teníamos claro cómo funcionaba el asunto de la energía eléctrica, pero en ese sitio no había. Se iluminaban con lámparas de kerosén colocadas en lugares estratégicos de la casa.
Asombrados por el territorio, mis invitados tenían claro que el campo es un misterio de noche: pequeños cocuyos, aves que emiten graznidos, y gente que aparece de buenas a primeras con un cuento que contar a todos. Nos preparábamos para entender lo que traería la noche, que sería única (como todas las noches). Al día siguiente, tendríamos que marchar de Imbert hacia otro destino en las playas del norte de la isla.
Si filosofamos algo, puede argumentarse que el campesino dominicano —pensemos en los campesinos de la Sierra— tiene claro cómo debe vivir su vida, lejos de la gran ciudad, a la que acuden solo para vender sus productos. Si nos referimos a su imaginación, se sospecha que tienen una idea de cómo sería vivir en la capital. Pero conozco gente que no está dispuesta a dejar su pequeño terruño para ir a vivir a un gran monstruo lleno de smog, luces y tapones.
Esto ocurre de manera clásica: el campesino corta su cosecha y la trae en camiones Daihatsu a los mercados, donde le ofrecen cierto precio por lo sembrado, que no suele ser mucho. En una acción que sorprendería a Adam Smith, el campesino tiene claro lo que debe hacer para sacarle el jugo a su producción. Por eso se ha hecho amigo fraterno de quienes compran en los mercados, al tiempo que planea tener un taburete donde colocar sus productos y venderlos directamente.
Remitiéndose a otros periodos históricos, estos campesinos opinan que en la Era de Trujillo se sacaba la cosecha a lomo de burros y caballos para llevarla hasta los mercados provinciales. Usaban recuas para transportar los productos a los sitios de expendio.
Concentrado en la visión productiva, el campesino dominicano ha comprendido que no tiene que mudarse a la gran ciudad, pero sí sabe que su modo de subsistencia no es simplemente vender en los pueblos, sino llegar a donde se bate el cobre y donde se hacen los cheques.
En el nuevo siglo, otros afirman que la llegada de los motores detonó un fenómeno evidente: el surgimiento en las esquinas de los pueblos de paradas de motoconchos como modo de vida. El transporte de víveres y comestibles, que antes se hacía a lomo de burro, ahora se realiza en motocicletas que no se cansan ni necesitan ser golpeadas para tomar una u otra dirección. Esto sí ha cambiado.