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Epopeya surrealista

Los errores que condenaron el desembarco de Luperón

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Epopeya surrealista
El desembarco en Luperón en 1949, una expedición antitrujillista, fue un episodio marcado por el absurdo y la tragedia, digno del "realismo maravilloso". (FUENTE EXTERNA)

La historia del desembarco en Luperón parece una narración salida de la fértil imaginación de García Márquez, un episodio de lo que Alejo Carpentier llamó con autoridad literaria "lo real maravilloso", antes que un episodio dramático, como lo fue, de la lucha antitrujillista. Como apuntara el presidente guatemalteco Juan José Arévalo en el prólogo del libro Desembarco en Luperón de Horacio Julio Ornes, "si no fuera porque se sabe que aquellas cosas se verificaron realmente, el argumento entraría en el género de lo fabuloso". Una sucesión de eventos azarosos adversos así lo evidencia.

El único y efímero apoyo recibido de la población por los expedicionarios fue fruto de la confusión. Mientras los lugareños creyeron que se trataba de un grupo de militares llegados de la capital, tanto las autoridades como la gente común prestaron su concurso voluntario al faenar del desembarco. La llegada del primer hidroavión que acuatizaba en la Bahía de Gracia de Luperón se convirtió en un verdadero acontecimiento, al grado de provocar la movilización masiva hacia el muelle de los tranquilos parroquianos que disfrutaban en el parque al son de la acostumbrada retreta musical dominical. Era como si el hielo llegara a Macondo, llevado por los gitanos y exhibido en sus carpas como mágica atracción, tal como sucede en Cien Años de Soledad.

Funcionarios, mujeres, niños y todo tipo de curiosos, vestidos con su mejor ropa de domingo, se trasladaron en romería festiva a dar la bienvenida al anfibio (sólo faltó llevar consigo la banda de música local). "Varios cientos de personas nos vitoreaban desde el pequeño muelle", relata el expedicionario Tulio Arvelo. Unos se lanzaron en yola para aproximarse al aparato y auxiliar a sus ocupantes en la tarea de amarrar un cable para atracarlo en el embarcadero. Tras lo cual, los recién llegados, armas en mano uniformados del emblemático kaki de guardia, salieron del hidroavión con su comandante Horacio Ornes al frente. La segunda operación de la jornada consistió en descargar el armamento y los pertrechos, labor para la cual las autoridades y los mejor dotados del pueblo arrimaron el hombro.

En el curso de este movimiento Ornes estimó prudente, proceder a desarmar a los funcionarios de la localidad. La confusión era tal que, llegado ese momento, el encargado de la dotación policial de Luperón (todavía portando su arma como "ayudante" del presunto "jefe militar de la capital"), creyendo que se trataba de una orden emanada de "la superioridad", le sugirió a Ornes permitirle buscar al juez de paz para levantar un acta y legalizar la acción.

El teatro terminó cuando Miguelucho Feliú Arzeno, uno de los veteranos de la frustrada expedición de Cayo Confites y futuro mártir de la de junio del 59, decidió apresar al cabo policial y evidenciar con la acción que se trataba de una invasión. Tras un sonado "¡Abajo Trujillo!" pronunciado por Federico "Gugú" Henríquez, la estampida de la gente fue mayúscula. "Muchos optaron por lanzarse al agua desde los costados del embarcadero", afirma rotundo Tulito Arvelo en su relato.

Un raso del ejército vestido de paisano, quien se hallaba franco de visita en el poblado, al percatarse de que se trataba de gente "virada", se escurrió en busca de un fusil que emplearía luego como francotirador. Al parecer pudo herir más tarde en el poblado al costarricense Alfonso Leyton. Esta acción le ganaría la condición de héroe al raso Leopoldo Puente Rodríguez, promovido a primer teniente por Trujillo mismo.

Pero las primeras dos bajas sufridas por los expedicionarios se las ocasionaron ellos mismos al intercambiar disparos en un confuso incidente. Sucedió cuando el ingeniero Hugo Kunhardt –quien se encaminaba hacia el edificio de Correos y Telégrafo en medio de la noche-, ante una voz que le daba un alto y medio cegato como era, creyó ver a un soldado enemigo en la silueta de su compañero nicaragüense Alberto Ramírez y le soltó una ráfaga con su subametralladora Reising, perforándole mortalmente los intestinos con cuatro impactos. Este, a su vez, antes de caer abatido, disparó también alcanzando a Kunhardt.

De este modo, aun sin trabar combate con el enemigo, ya la fuerza del Ejército de Liberación perdía a dos de sus hombres e inutilizaba a un tercero, el cuasi médico Salvador Reyes Valdés, a cargo de la sección de enfermería, quien debió atender al herido, representando así este primer episodio una baja gravosa de la cuarta parte del pequeño contingente.

Mientras Horacio Julio Ornes fijaba su puesto de comando en una explanada equidistante entre el hidroavión Catalina -que todavía descargaba por cuenta de Tulio Arvelo y su grupo- y el centro del pueblo de Luperón, una vanguardia dirigida por Gugú Henríquez fue enviada al poblado a asegurar los puntos estratégicos. Allí fue lanzada una granada de mano en el parque, hiriendo levemente al director de la academia de música, Emilio Rosario. Ocasión que aprovechó su hermano, encargado de la planta eléctrica local, para cortar la luz del alumbrado público y dejar a oscuras a la comunidad. El tableteo de las ametralladoras indicaba que los fieles trujillistas ofrecían resistencia a los así llamados "sediciosos" por la prensa.

Aunque Ornes afirma en su memorial sobre estos hechos que el grupo logró sofocar la resistencia y dominar la situación, lo cierto es que pronto se replegó hacia el muelle, informando Gugú Henríquez "que con tan pocos hombres era imposible consolidar y sostener la posición". Herido en el intento, Alfonso Leyton había sido dejado por muerto en el pueblo. Sin embargo, reapareció entre las sombras y se sumó al grupo, que deliberaba en ese momento la posibilidad de abortar la operación y reembarcarse en el hidroavión para escapar de una segura y mortal cacería a cargo de las fuerzas regulares.

En la lógica de Ornes y sus compañeros pesaban varios factores. La gente del Frente Interno de Puerto Plata no se había presentado para hacer contacto, recibir las armas y engrosar la fuerza insurgente. No se tenían noticias de que el resto de la expedición, que contaba con el contingente mayor, hubiese tocado tierra dominicana. El guardacostas que prestaba servicio en el litoral Norte estaba supuesto a llegar al embarcadero de Luperón a las 9 de la noche, con lo cual se cerrarían las oportunidades de elevar vuelo en el hidroavión. Se exponían, además, a un bombardeo aéreo in situ, ya que había transcurrido tiempo suficiente para comunicar lo sucedido a los centros de mando del país. Finalmente, estaban los dos heridos (Kunhardt y Leyton), quienes tendrían chance de ser operados si lograban llegar a un lugar con facilidades quirúrgicas hospitalarias.

La decisión se tomó. Abortar y tratar de alcanzar Santiago de Cuba, o en su defecto, por limitaciones de combustible, llegar a algún punto en el Norte de Haití. Había que aligerar el peso, dejando armas y pertrechos en tierra. Iniciadas las maniobras para el despegue acuático el piloto cometió un error garrafal: equivocó el lado en que debía tomar el canal de salida de la bahía, siguiendo una pauta errónea deliberada dada por un lugareño. El avión encalló en un banco de arena al acelerar los motores. Pese a los esfuerzos por destrabar la nave, con los hombres tirados al agua haciendo todos a una, el hidroavión no cedió un milímetro de su apoyadero.

Una alternativa era esperar que la marea subiera y ayudara en la faena. Pero ante la inminente llegada del guardacostas de la Marina de Guerra Dominicana, se optó por abandonar el avión y ganar tierra, corriendo la suerte que acompaña al desamparado por los dioses. En esas estaban los expedicionarios cuando hizo su aparición un avión Grumman que los enfocó y realizó vuelos rasantes, alejándose sin disparar, que al parecer de Ornes era una nave de la embajada americana en Haití. Momentos después, con una parte de la gente fuera y los heridos y el enfermero todavía en el hidroavión, llegó el guardacostas dominicano y colocó sus reflectores sobre el Catalina. Acto seguido disparó con su antiaérea provocando la explosión de los tanques de combustible y con ello la carbonización de sus ocupantes. Un espectáculo doloroso que, desde la orilla, Ornes y sus hombres contemplaron impotentes.

Lo que siguió fue un estremecimiento de bengalas y ametrallamiento desde el guardacostas, respaldado por una fragata de la MGD que permanecía más distante fuera de la bahía por razones de calado, en dirección a la costa donde se presumía estaba el grupo de los "sediciosos". Y el inicio de la lucha por sobrevivir en el monte, en terreno hostil, con la persecución mordiéndole los talones a los expedicionarios en fuga. Literal y realmente mordiendo, ya que Trujillo contrató los servicios especializados de los perros sabuesos del entrenador norteamericano Lewis Proudfoot, para rastrear y cazar a los sobrevivientes del desdichado desembarco libertario. 

Duke y Tojo –así se llamaban los canes- al parecer fueron efectivos en la persecución de Gugú Henríquez y Manuel Calderón Salcedo, capturados juntos, y en la ubicación del nicaragüense Alejandro Selva y los tres tripulantes norteamericanos, según admite Ornes al analizar un reportaje realizado a Proudfoot en una revista americana. Quien cínicamente declaró, ante una pregunta acerca de la suerte que tuvieron en su destino los perseguidos: "No sé qué les ocurrió después que fueron hechos prisioneros, pero me sorprendería saber que murieron de vejez".

Una vez más, en la historia de la lucha del pueblo dominicano por conquistar su libertad y el derecho a vivir en democracia y paz, se impuso la traición mercurial a cargo de asesores republicanos contratados por el tenaz Juancito Rodríguez para retomar la iniciativa tras fracasar Cayo Confites en el 47. Dos aviones que debieron partir desde Guatemala fueron raptados por sus pilotos y escaparon hacia México, siguiendo planes de sabotaje. Otro, abordo el general Rodríguez, debió aterrizar de emergencia debido a una tormenta.  Un cuarto, al frente Ramírez Alcántara, fue apresado en el aeródromo de Cozumel al repostar combustible.

Joaquín Balaguer, embajador en México, se graduaba en las grandes ligas de las operaciones de alta inteligencia. Y su vuelo apenas empezaba.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.