Música, imagen, artes hermanadas
Cómo la música salvó al cine (y viceversa)

Me he convencido, una y otra vez, de que, sin el cine, la música habría perdido parte de su profundidad, su esencia y su tradición creativa. Un maridaje entre dos artes capaces de multiplicarse mutuamente y de regalarnos momentos sublimes en una apertura espiritual difícil de describir. La música encuentra en la imagen su territorio natural. La imagen, en la música, su confidente. De esa alianza nacieron muchas de las emociones que definieron el siglo XX y parte del XXI.
Si hay dos nombres que resumen la grandeza de ese vínculo, son Michel Legrand y John Williams. Dos genios de distinto ADN, dos arquitectos de mundos sonoros que, sin buscarlo, terminaron dictando una lección para todos. El cine, cuando se toma en serio, exige música con alma.
Legrand surgió en el París que aprendió a convertir la nostalgia en elegancia. Era un joven prodigio del Conservatorio, un pianista capaz de saltar del rigor clásico a la libertad del jazz sin perder la identidad. Su oído absorbía todo: Ravel, Debussy, Gershwin, los clubes donde el improvisador era rey, las calles que huelen a lluvia y conversación. Ese mestizaje creó un lenguaje inconfundible de armonías que caminan con la gracia de un susurro, melodías que parece que ya estaban antes de que él las escribiera, con una sensibilidad que abarca la luz y el derrumbe sin estridencias.
En Los paraguas de Cherburgo convirtió cada diálogo en canción, una suerte de experimento musical arriesgado que, lejos de la extravagancia, reveló que el melodrama puede adquirir una pureza casi litúrgica.
En Las señoritas de Rochefort, llevó esa luminosidad al extremo, en una celebración de la juventud, el baile y la vitalidad.
En Verano del 42 logró esa proeza que pocos alcanzan: decirlo todo con una melodía. Una melodía que arrastra el peso del deseo, la iniciación, la pérdida y la memoria.
Pero donde Legrand deja su huella más profunda es en la canción cinematográfica. Su alianza con Alan y Marilyn Bergman sigue siendo un ejemplo de dominio absoluto del oficio. The Windmills of Your Mind, How Do You Keep the Music Playing?, What Are You Doing the Rest of Your Life? Cada una abre una ventana a un territorio sentimental distinto. Cada una prueba que la buena música revela y acompaña. Todas aprovechan la arquitectura emocional perfecta que Legrand construye: intimidad, fragilidad, esperanza.
Su orquesta siempre sabe dónde detenerse; su piano no reclama protagonismo: su sensibilidad prefiere la persuasión antes que la imposición, y el espectador se siente constantemente invitado a entrar.
El genio de este lado
En la vereda opuesta —y, paradójicamente, complementaria— se encuentra John Williams, heredero directo de la tradición sinfónica hollywoodense. Legrand es la miniatura perfecta; y Williams, la catedral. Su música se apoya en la monumentalidad sin complejos. Para él, la orquesta es un continente entero: percusión como columna vertebral, metales altivos, cuerdas que cargan con la épica, maderas que trasuntan humanidad. Si el cine moderno tiene mitología propia, Williams es el constructor de sus himnos.
Star Wars redefinió el sentido de la aventura como experiencia colectiva.
Indiana Jones transformó el impulso heroico en una marcha irresistible.
E.T. dio una forma musical a la amistad y a la despedida; aún hoy basta escuchar unos compases para volver a la bicicleta elevándose en la pantalla.
Jaws, con sus dos notas obsesivas, nos enseñó que el miedo puede tener un leitmotiv.
Schindler´s List recuperó la capacidad trágica del violín, devolviéndole al cine una dignidad moral que parecía perdida.
La fuerza de Williams reside en su disciplina clásica. Mientras muchos compositores cedieron al minimalismo utilitario, él mantuvo la convicción de que el público sigue siendo capaz de comprender y agradecer una melodía bien construida. En un tiempo donde las bandas sonoras se reducen a texturas o pulsos electrónicos intercambiables, Williams insiste en el leitmotiv, en la continuidad narrativa, en el alma musical.
Con estilos diferentes, Legrand y Williams estrechan su arte en el puente de la convicción. Ambos creen que la música transforma en vez de ilustrar. Ambos saben que la emoción no se fabrica con maquinaria, sino con un oído atento y una intención clara. Legrand ilumina desde dentro. Williams eleva desde arriba. El primero es el murmullo interior del personaje. El segundo es la palpitación del universo donde ese personaje actúa.
Un episodio irrepetible y un compositor único
Por encima de ellos, como antecedente indispensable de la libertad que ejercieron, está ese huracán nocturno que fue Miles Davis improvisando para Ascenseur pour l´échafaud (Escalera al cadalso), de lo que ya he dicho cosas en una columna anterior en Diario Libre. En una sesión mítica, a medianoche, en un estudio parisino, Davis vio las imágenes de Jeanne Moreau deambulando por la ciudad y dejó que la trompeta hablara por ella. No hubo partitura ni orquesta. Solo imágenes proyectadas y músicos siguiendo sus intuiciones. Ese arrebato superlativo sigue siendo el recordatorio de que el cine puede rozar lo sagrado cuando la música se convierte en un acto de presencia absoluta.
Williams, sin embargo, tiene una singularidad que merece capítulo aparte. Puede trascender lo popular sin dejar de ser popular. Ese equilibrio es más difícil de lo que parece. Tal vez sea por sus décadas al frente de la Boston Pops Orchestra, donde aprendió a dialogar con un público masivo sin caer en concesiones fáciles. Quizá sea por esa mezcla de rigor clásico y afecto por la melodía que heredó de sus años de jazzista joven. O quizá, simplemente, porque su talento no necesita excusas.
Lo escuché contarlo en Tanglewood. Una tarde luminosa, en ese santuario musical donde los árboles asentados en las colinas amables de un Massachussetts estival parecían guardar silencio para escuchar mejor. Relató que tardó en aceptar escribir la banda sonora de Cinderella Liberty (1973). No era el tipo de cine que entonces lo definía, pero algo en la historia lo empujó a un registro íntimo, más pequeño, más humano. El resultado fue un hit inesperado, Nice to Be Around, con letra del cantautor Paul Williams —sin parentesco alguno—, una melodía que sonó en la radio, fue nominada al Óscar y que voces como Johnny Mathis y Helen Reddy adoptaron con naturalidad. Es una de esas canciones que parecen haber pertenecido siempre al repertorio de la memoria.
En ese mismo Tanglewood, en ese mismo concierto, fui testigo de una de esas epifanías que solo la música permite. La diosa de las cuerdas, Anne-Sophie Mutter, acompañada por Williams, retomó ese tema y lo trajo al presente con un fraseo que parecía abrir un vínculo entre el cine de los setenta y la madurez sinfónica del maestro. Mas que interpretación, fue una reinvención. Nice to Be Around, en el violín de la intérprete alemana, multiplicó la transparencia original y, al mismo tiempo, adquirió una profundidad nueva. Todo bajo la mirada casi tímida de un Williams que no deja de asombrarse de su propio legado. Pocas veces un público respira tan atento. Pocas veces un aplauso tiene ese peso de reconocimiento absoluto. ¿Yo? Extrasiado, consciente de que esos instantes son irrepetibles.
Unas notas finales
En este contraste —Legrand íntimo, Williams monumental— hay un relato más amplio: la historia de cómo el cine salvó a la música de su propio aislamiento. Mientras las salas de concierto luchaban contra la pérdida de público, el cine ofreció un espacio donde la música sinfónica encontraba nuevas vidas, nuevos oyentes, nuevas posibilidades. Legrand llevó al cine la delicadeza francesa del siglo XX. Williams llevó la orquesta completa al corazón de la cultura popular. Entre ambos conservaron la tradición, la expandieron y la entregaron a generaciones que quizá nunca entrarían a escuchar una sinfonía, pero reconocen una melodía en cuanto suena.
El cine preservó la música y la dotó de nuevas tareas: contar con sonidos lo que la imagen no alcanza, dar profundidad a lo visible, recordar lo que la trama olvida. Por eso, en una época donde la tecnología amenaza con uniformarlo todo, la música sigue siendo el último territorio irreductible del alma humana.
Legrand nos mostró que la fragilidad puede tener una orquesta. Williams nos enseñó que la grandeza puede tener melodía. Miles, en aquella noche parisina, demostró que a veces basta una trompeta para iluminar lo que la cámara aún no sabe decir.
¿Qué queda después de todo esto? Una certeza simple. Mientras haya cine que aspire a emocionar, habrá música que aspire a perdurar. Mientras haya historias que necesiten verdad, habrá melodías capaces de sostenerla. Mientras existan compositores que crean en el poder de una nota bien puesta, la música seguirá abriéndose paso entre la fugacidad y el ruido. El cine cambia, pero la música permanece. Basta escuchar un compás —de Legrand, de Williams, de Davis— para que algo en nosotros, sin pedir permiso, vuelva a sentir.

Aníbal de Castro