El río que ya no cuenta historias
La paradoja del Ozama, nació con la ciudad pero la ciudad lo mata
Cuando el río Ozama —esa hendidura primigenia que parte en dos a Santo Domingo— muestra hoy su rostro, deja de narrar historias para convertirse en un lamento líquido. Sus aguas, otrora espejo de navegación, de encuentros y fundaciones, se arrastran sucias, lentas, cargadas de escombros plásticos y coronadas de lilas flotantes. Ya no murmura leyendas de cañones ni de canoas. Es el retrato de los barrios que lo aprietan desde ambas orillas, lo asfixian y lo usan como vertedero cotidiano.
El Ozama ya no sostiene una ciudad: la soporta. Es testigo de su abandono, víctima de su desprecio. Mientras otras capitales —más frías, más viejas, pero no más humanas— han logrado recuperar sus cauces para la vida, nosotros apenas lo recordamos como paisaje. En París, el Sena empieza a permitir el baño urbano. En Londres, el Támesis presume de peces, fruto de décadas de esfuerzo y disciplina.
Pero el río recuerda, aunque nadie lo escuche. En sus remansos aún habita la memoria de otros tiempos: embarcaciones mercantes, juegos infantiles, lavanderas que cantaban al ritmo del agua. Cada botella arrojada, cada bolsa que se hunde, borra un vestigio de esa memoria colectiva. No es solo la degradación de un cauce, sino de una conciencia. Dejamos morir el río, y con él, una parte de nosotros que alguna vez supo vivir en comunión con su curso.
El Ozama aún fluye, pero no hacia el mar: hacia la indiferencia. Y eso, en una ciudad que nació sobre él, debería doler más que su pestilencia.