La ciudad que al irse nos arrastra
Cuando el progreso borra la memoria de una ciudad
El comentario sobre el derrumbe del Vesuvio retrata, más que una grieta en el malecón, una hendidura en la memoria. No por el restaurante en sí, aunque también, sino por lo que representa. Con cada baldosa que se hunde o fachada que desaparece, Santo Domingo se transforma en una ciudad que no se reconoce a sí misma. Lo que antes era pausa, encuentro y brisa marina, hoy se reemplaza por asfalto apurado y estructuras sin alma.
La nostalgia que ha despertado es por el lugar perdido, pero también por la ciudad que fuimos: más caminable, más cordial, menos ruidosa. Barrios como Gazcue, San Carlos o Ciudad Nueva, donde cada casa narraba una historia, van siendo absorbidos por la indiferencia y la misma silueta de ciudadanía perdida. El urbanismo ha dejado de pensar en el ciudadano para servir al automóvil, al capital y a la urgencia de lo rentable.
¿Oponerse al cambio? No, lamentar su violencia. En nombre del progreso, hemos borrado la textura del pasado sin ofrecer a cambio una ciudad más habitable. Perdemos memoria a cambio de metros cuadrados. Y así, sin darnos cuenta, se nos va la ciudad —no por vieja, sino por no saber cuidarla.