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Cuando el guardián se vuelve el ladrón

Condenas por tráfico humano envían un mensaje de cero tolerancia

La condena impuesta en el llamado Caso Frontera tiene un profundo valor aleccionador. Tanto por la severidad de las penas —que alcanzan hasta 15 años de prisión— como por el mensaje que envía: la frontera no puede ser botín de quienes juraron protegerla. Es doblemente grave cuando los responsables de velar por la seguridad nacional cruzan la línea y se convierten en cómplices del delito.

El uniforme militar, más que un privilegio, es un compromiso con la patria. Cuando se usa para encubrir el tráfico de seres humanos, esa traición  viola la ley,  hiere la dignidad institucional de las Fuerzas Armadas y vulnera la confianza pública en el Estado.

El fallo del tribunal de Montecristi, sustentado en un expediente sólido y minucioso, marca un precedente necesario. No puede haber espacio para la indulgencia cuando se trata de servidores públicos que venden su investidura al mejor postor.

La corrupción fronteriza ha sido, por décadas, uno de los cánceres más resistentes del aparato estatal. La porosidad de la frontera se debe, en buena medida, a acciones como esta, castigada ejemplarmente. Estas condenas, más allá de sancionar, deben servir de advertencia: traicionar el deber sagrado de proteger la soberanía tiene consecuencias. La complicidad no pagará.

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