Romper la normalidad de la corrupción
El soborno como hábito contamina la gestión pública y la conciencia ciudadana
El presidente Luis Abinader ha dicho una terrible verdad: en muchas provincias del país, la corrupción se ha vuelto parte del paisaje. Tan arraigada está que se acepta como parte de la rutina: un pago para destrabar un permiso, una "contribución" para evitar un problema, una mordida disfrazada de trámite. Esta naturalización de lo indebido —que el propio mandatario describe como una cultura silenciosa— representa uno de los desafíos más profundos para la institucionalidad dominicana.
Cuando el soborno se vuelve hábito, y la ilegalidad se integra al funcionamiento cotidiano del Estado, el daño es doble. Se corrompe la gestión pública, y también la conciencia ciudadana. El problema no es exclusivo de los ayuntamientos o de un sector, sino que se extiende a policías, inspectores, técnicos y empleados de distintas dependencias, con complicidades pasivas o activas.
Romper esa "normalidad" es una tarea urgente. Y debe empezar por el propio Estado, que no puede mostrarse indulgente ni selectivo. La implacabilidad debe ser el nuevo estándar, no la excepción. Sin castigo, sin consecuencias, no hay mensaje. Si el Gobierno sabe dónde está el foco del problema, tiene también la responsabilidad de enfrentarlo con firmeza, sin ambigüedades ni discursos. El país entero lo necesita.