Falta más que penas severas
El poder visto como trampolín social alimenta privilegios
El Consejo de Gobierno abordó este miércoles la penalidad de la corrupción administrativa. Importa reconocer el avance: endurecer sanciones y reforzar mecanismos de transparencia es un paso ineludible frente a un flagelo que mina la confianza pública y erosiona la democracia. Esta administración ha prohijado medidas preventivas de indiscutible valor. Pero no basta.
La raíz del problema no se agota en códigos ni en reformas legales. La corrupción anida en una cultura política concebida como trampolín social, en la idea de que el poder es atajo para el ascenso económico y social de individuos y grupos. La cercanía al gobierno se transforma en privilegio, en ventaja indebida, en llave para abrir puertas que al ciudadano común se le cierran.
Más corrosivo aún es el clientelismo, esa deuda permanente hacia compañeros, cofrades y estructuras partidarias que convierte al Estado en botín. Mientras se tolere que la política se viva como una repartición de favores, ninguna severidad de las leyes será suficiente para contener la corrupción.
La verdadera batalla comienza por desarmar esas prácticas enquistadas, por poner límites claros al uso patrimonial del poder y por entender la función pública como servicio al país, no como herencia ni prebenda. Lo demás será letra muerta.