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La corrupción y la democracia

Las democracias sólidas se miden por cómo enfrentan la corrupción

La corrupción es uno de los corrosivos más eficaces contra la democracia. No solo consiste en el saqueo del erario, sino también en el uso del poder público para violar las normas, manipular las instituciones o perseguir fines inconfesables. En cualquiera de sus formas, degrada la autoridad moral del Estado y debilita la confianza ciudadana, sin la cual no puede sostenerse un régimen libre.

La corrupción roba dinero y  legitimidad, destruye la meritocracia y convierte la política en un negocio de pocos. Perseguirla con dureza es una obligación democrática, no una consigna moral. Un Estado que permite la impunidad traiciona su razón de ser y condena a su pueblo a la desconfianza permanente. La lucha contra la corrupción, más que un ideal, es una forma de justicia.

No hay país que haya logrado erradicarla. Lo decisivo no es la utopía de eliminarla, sino la firmeza con que se la enfrenta. Las democracias sólidas no son las que carecen de corrupción, más bien las que la investigan, sancionan y previenen con determinación. La impunidad —más que el delito mismo— es la que mina las bases del orden institucional, porque transmite la idea de que las leyes existen solo para los débiles.

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