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Redes Sociales

Esa maldita careta

La autenticidad es una de “las condiciones” más apetecidas del carácter

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Esa maldita careta

¿Valor, virtud o actitud? Poco importa. Lo cierto es que la autenticidad es una de “las condiciones” más apetecidas del carácter, aunque es también la más escasa. Ser uno mismo, en un mundo tan dependiente, inseguro y volátil, pone a prueba inmensas convicciones, pero nos confirma en sólidas construcciones interiores. 

  Auténtica es la persona que tiene y proyecta una única personalidad, original y distintiva. Esa que, como decía Charles Baudelaire, proviene del sello que el tiempo imprime en nuestra sensibilidad. 

  El mundo de hoy reclama derechos sobre “su personalidad” en nosotros, esa que, rendida a las formas socialmente convenidas, nos hace a todos parecidos. Y es que el instinto colectivo nos quiere ver uniformes: no resiste la diferencia que nace de una elección individual, libre y espontánea. 

  Ese “yo falseado” que riñe casi siempre con el que somos, es el tributo que pagamos para lograr la aprobación en un mundo poblado de marcas y estándares. Un desdoblamiento resentido que nos hace esclavos de las apariencias más huecas o embusteras.  Es infeliz someter la existencia al dictado del orden social para poder ser aceptos en la cultura de todos.  

La doblez es una condición pesada y mediocre, pero parece ser la forma de sobrevivir socialmente en un medio de exclusiones.  La autenticidad, en cambio, es una virtud recia, iluminada y liberadora. Auténtico es el hombre libre. Libre es el hombre auténtico.

  Construir otra versión de nosotros para dar la cara frente al mundo no se sostiene; tarde o temprano ocurrirá la fractura y por fastidio, estallido o incontinencia, revelaremos la personalidad que encubrimos.   

 Entre la real y la aparente latirá siempre esa irredimible tensión que pone en disputa todo tipo de conveniencias. Alejandro Dumas escribió: “Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro”.

  Vivir lo que somos o lo que otros quieren es uno de los retos más empinados en la decisión de ser. Solo elegir nos hace grandes; optar por lo que somos nos convierte en seres trascendentes. Para el filósofo chileno Humberto Giannini Iñiguez la autenticidad es una coincidencia con uno mismo a la que cada uno aspira. 

  Ser auténtico es una elección consciente que nace de la exploración de la individualidad, del conocimiento de lo que somos. Es aceptarnos a pleno sol de nuestra conciencia tanto en virtudes como en vicios. Y ese es el punto de madurez que hace de la autenticidad una virtud cara y escasa. Su ejercicio supone asentirnos sin complejos y acatar responsablemente las consecuencias de esa individualidad.  

Auténtica no es la persona que habla con franqueza o firmeza, ni la que contradice el estatus, como tampoco la que insubordina los patrones sociales. Autenticidad es actuar como se piensa, desear lo que se quiere, vivir lo que se cree sin considerar las opiniones ajenas. Es obrar en la verdad y libertad interiores, dominando el miedo, la vergüenza o el recato para ser como se es.  Es una condición básica en el buen vivir, porque supone un entendimiento armonioso entre lo que somos y lo que otros ven en nosotros.  No es vivir de forma irreverente o resistida: es hacerlo coherentemente, mostrando lo bueno y lo malo sin reparar en los juicios aun propios. 

  Las redes sociales son galerías de nuestras vidas. Ellas despiertan la fantasía de la exposición. Nos impulsan a buscar admiración y esa sensación de estelaridad que producen los logros exhibidos en una sociedad dominada por los patrones de éxito.  Esa imagen no siempre es consistente con lo que somos, mucho menos con lo que queremos. En la mayoría de los casos es una forma de compensar la necesidad de ser socialmente visibles, de alcanzar reconocimiento o hallar confirmación. Construimos así una personalidad à la carte, que llega a competir con la auténtica creando, en la bifurcación, hondos vacíos existenciales.  

  Y es que al parecer todos andamos con caretas en un mundo que se autoniega por miedo, prejuicio o complejo. Cada máscara lleva sus propios motivos, esos que ocultan las razones resistidas de nuestro yo.  Nos renegamos así inútilmente en una inconsciente carrera de autoengaño. Lo grave es que esa personalidad es tan quebradiza que no resiste un diagnóstico catastrófico, una pérdida irreparable o una quiebra financiera.   Es tan elástica como fina, tan frágil como artificiosa.  

No hay emoción más gratificante que llegar a casa, desvestirnos a nuestra manera, tirar con prisa ropa y zapatos y lanzarnos sobre una cama fresca con olor a limpio. Colgar la mirada en el techo y recibir la sabiduría de su silencio. No hay mejor descarga que esa, sobre todo cuando nos estiramos hasta arrancarles a los dedos de los pies un chasquido metálico de alivio.  Es un momento corto pero pleno para ser nosotros. Sospecho que una sensación parecida produce quitar la careta que nos impone el perverso juego de las apariencias cuando tomamos la decisión de vivir para lo que somos a pesar del severo juicio de los demás. Deshacernos de esa maldita careta… l

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Abogado, ensayista, académico, editor.