¡Gallinas!
Son genios en las críticas y héroes en las ausencias. Su presencia en el mundo es meramente demográfica. Se deben así y a sus logros. No se inmiscuyen en nada que los desafíe.

La gallina doméstica es una de las vidas más miserables. La naturaleza le ha negado dotaciones esenciales. Teóricamente es un ave, y, para aparentarlo, tiene alas, pero apenas vuela. De sangre caliente, su piel, cubierta con un plumaje espeso, es un ropaje agobiante en ambientes tropicales.
No disfruta de un bocado porque no mastica ni tiene paladar: traga en seco lo que se “come”. Duerme sobre sus patas haciendo equilibrismos instintivos sobre la rama de un árbol. Está biológicamente programada para acostarse con el sol. Se levanta antes del amanecer a echar la misma andanza: nómada y fastidiosa. Todos los días son iguales sin accidentes ni duelos.
No disfruta el sexo porque, aparte de no tener apareamientos libidinosos como otras especies, su coito es tan forzoso como breve. Es torpe, medrosa e insegura. Cuando se siente amenazada pierde todo sentido de orientación. Se asea con un baño ¡de polvo! y festeja eufóricamente la puesta ¡de un huevo!
Hay humanos gallináceos. Seres anodinos, predecibles y huecos. Su esfuerzo más meritorio es no dejar que el otro haga algo distinto, porque para ellos el mundo es y funciona a su modo, por aquello de que los hombres mediocres siempre desaprueban lo que no son capaces de hacer o cambiar. Existen, más no viven. Se amontonan en la nadería. No desatan decisiones arrojadas; les huyen a los compromisos, arrinconados en su propia “prudencia”.
Les cuesta soltar un paso más allá de sus patios. Andan a tumbos faltos de propósitos plausibles. Su existencia está sujeta al juicio y aprobación ajenos; en ese designio solo cuenta el agrado a los demás o recibir loas (o cacareos) del corral. Sentirse confirmados en la estima de otros es suficiente motivo de vida. Y es que, como escribía Borges, “todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes”.
La existencia los arrolla, pero apenas lo perciben porque perdieron toda razón de trascendencia. Saben que viven porque respiran. Nada les provoca ni les confronta. No muestran flaquezas ni dejan nada al descubierto. Todos fallan menos ellos. Se apoyan en falsas seguridades. Mercadean su proyecto de realización como modelo de éxito.
Son genios en las críticas y héroes en las ausencias. Su presencia en el mundo es meramente demográfica. Se deben así y a sus logros. No se inmiscuyen en nada que los desafíe.
Los límites del mundo están determinados por lo que hacen y tienen. Viven asustadizos, presintiendo lo peor en cada paso. Piensan que cualquier decisión medianamente osada arriesgará sus logros.
Gente pálida, adicta al confort y ajena a todo lo que no le pertenece; que evita los conflictos, congela la sonrisa y recoge la palabra.
Esos son los buenos de hoy: gente reverente a las formas correctas y adaptada a un mundo corriente. Ocupada en su perfecto guion de vida. Su obra está repleta de omisiones honorables, pero de incontables reconocimientos; de triunfos gratuitos en una sociedad de enanos. Quizá, como las mejores gallinas, su mejor utilidad es dar ¡un buen sancocho!