La presidencia imperial
La inmunidad presidencial, un paso hacia la presidencia imperial
La aprobación de la Constitución de Estados Unidos fue un acto político complejo cuya originalidad todavía asombra por los actores envueltos -verdaderos genios del pensamiento y la acción política-, por el difícil proceso de negociación que se llevó a cabo y por el delicado balance de ideas y propuestas que fue necesario construir para hacer posible la viabilidad práctica de ese documento fundacional de la nueva nación americana. Dos pilares sirvieron de base al sistema de gobierno que se plasmó en ese texto constitucional: por un lado, la división de poderes y, por el otro, el conjunto de frenos y contrapesos (los llamados checks and balances) tan característico del modelo constitucional estadounidense.
Uno de los puntos centrales en la discusión constitucional que se tuvo durante la negociación de ese texto constitucional fue cómo evitar tanto un Poder Legislativo omnipotente como un Poder Ejecutivo de tipo monárquico que no tuviera límites ni controles. La novedosa figura de un presidente para el Gobierno federal fue particularmente controversial precisamente por el temor que muchos tenían de que este se convirtiera en un monarca. De hecho, Alexander Hamilton, una de las figuras más influyentes en la convención constituyente y en la construcción misma de la nueva nación, llegó a proponer que el Poder Ejecutivo estuviera a cargo de un monarca o de un presidente electo de por vida. Por supuesto, esa propuesta no podía prosperar en un ambiente político como el que tuvo lugar en Filadelfia en 1787 en el que se procuraba romper con el absolutismo monárquico y establecer múltiples mecanismos de contrapeso entre los diferentes poderes del Estado.
En todo caso, la idea de un presidente con un poder absoluto fue radicalmente rechazada por los fundadores de esa nueva nación, quienes estaban predominantemente imbuidos de un espíritu republicano, así como por la idea de que nadie está por encima de la ley. Con ese telón de fondo, resulta sorprendente y desconcertante, por decir lo menos, la decisión de la Suprema Corte de Estados Unidos en el caso Trump vs United States, escrita por el juez presidente John Roberts, en la que elabora, de la nada, una teoría sobre la inmunidad presidencial con el fin, sin duda, de beneficiar al expresidente Donald Trump, quien está sometido a la justicia en diferentes casos tanto a nivel federal como estatal.
La decisión de la mayoría conservadora de la Suprema Corte reconoce que un expresidente no está totalmente exento de persecución penal, pero elabora unas categorías en torno al concepto de inmunidad que, en la práctica, producirán ese efecto. En primer lugar, los actos que se realizaron en ejercicio de las funciones esenciales o básicas de un presidente gozan de inmunidad absoluta, lo que quiere decir que si dichos actos tienen consecuencias criminales no podrán ser perseguidos por la justicia. Como dijo la jueza disidente Sonia Sotomayor: "¿Ordena al equipo SEAL 6 de la Marina que asesine a un rival? Inmune. ¿Organiza un golpe militar para mantenerse en el poder? Inmune. ¿Acepta un soborno a cambio de un indulto? Inmune, inmune, inmune. Esto es a lo que invita la mayoría".
En segundo lugar, los actos que bordean, por decirlo de alguna manera, las competencias esenciales del presidente gozan de una presunción de inmunidad, lo que conlleva que el órgano persecutor tendrá, primero, que hacer caer esa presunción ante un tribunal y luego, si es exitoso, emprender propiamente la persecución penal. Esta definición sitúa prácticamente todo lo que haga un presidente en el campo de la presunción de inmunidad, lo que hará extremadamente difícil la persecución penal.
En tercer lugar, los actos que tienen un carácter estrictamente privado quedan fuera de la protección, pero los fiscales no podrán presentar en juicio actuaciones de carácter oficial como prueba de una acusación basada en hechos privados. Sin duda, lo que han hecho es crear una presidencia imperial, justamente lo que los fundadores de esa nación quisieron y lograron evitar. Irónicamente, apenas horas después de que saliera esa sentencia, el expresidente Donald Trump propuso crear un tribunal militar para enjuiciar de manera televisada, por traición, a la excongresista republicana Liz Cheney por haber ejercido sus competencias constitucionales al formar parte de una comisión bicameral que investigó los bochornosos y criminales actos del 6 de enero de 2021 a cuyos perpetradores él llama "patriotas".
Además de hacer esta tipología de actos presidenciales, la Suprema Corte ordena que en cada caso será necesario presentar pruebas para discutir qué es y qué no es un acto oficial, lo que complica inmensamente el trabajo de los fiscales para sustentar sus casos ante los tribunales. El propio juez Roberts entró a especular sobre diferentes situaciones que habría que ponderar. Por ejemplo, ¿un mensaje desde la cuenta oficial del presidente en redes sociales incitando a una turba a llevar a cabo determinados actos califica como acto oficial? ¿Una conversación del presidente con el vicepresidente requiriéndole a este último, por ejemplo, que no cumpla con su rol constitucional de validar los colegios electorales es un acto oficial o no lo es? Según este nuevo marco interpretativo, todo debe someterse a prueba y contestación de si un acto tuvo o no un carácter, previo a poder usar esos actos como evidencias de los crímenes que pudiesen imputarse a un expresidente.
Vale decir que los jueces que han decidido este caso, tres de los cuales fueron designados por Trump, han abogado dentro y fuera de la corte por la teoría "originalista" de interpretación constitucional, la cual sostiene que la Constitución se interpreta según la intención de sus redactores y con referencia al sentido que tenían los términos y los conceptos cuando la Constitución se aprobó a finales del siglo XVIII. Por supuesto, estos jueces no pudieron presentar una sola prueba de que los fundadores de esa nación tenían la intención de dar inmunidad absoluta y presunción de inmunidad a los expresidentes por actos cometidos durante el ejercicio de su función.
Estos jueces conservadores están ejerciendo, simple y llanamente, un poder judicial sin límites cuya base de sustentación no es otra que su propia ideología. Se trata, nada más y nada menos, de un puro activismo judicial tan criticado por esos mismos conservadores cuando los liberales tenían mayoría en la Suprema Corte. En cualquier caso, si algo bueno tiene ésta y otras decisiones del mismo tipo es que la filosofía judicial "originalista", la cual fue desarrollada por el campo conservador para contrarrestar los avances judiciales en el reconocimiento de derechos, está perdiendo estrepitosamente credibilidad y legitimidad.
Puede decirse, entonces, que esta Suprema Corte, con su mayoría ultraconservadora, ha ido tan lejos en su activismo judicial que, paradójicamente, ha contribuido como nadie a desprestigiar su propia filosofía de interpretación constitucional. Será necesario esperar que la composición de la Suprema Corte cambie o, al menos, se reequilibre para que temas como éste puedan volverse a examinar con perspectivas más balanceadas y con menor ensañamiento ideológico que el que tiene la mayoría que domina actualmente a la más alta corte de Estados Unidos.
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