Derecho y poder
Del absolutismo a los derechos, la larga marcha hacia la libertad
Uno de los más significativos y transformadores aportes de la cultura occidental a la historia de la humanidad fue el reconocimiento de las personas como sujetos de derechos, lo que implicó una ruptura intelectual y política con el absolutismo. Este logro no se alcanzó de un día para otro, como resultado de un acto único, épico y parteaguas, sino a través de un largo y parsimonioso proceso que fue quebrando, poco a poco, lo que se entendía como algo natural, esto es, la subordinación total de los individuos como sujetos exclusivamente de obediencia y obligaciones en el marco de una estructura concentrada y vertical del poder cuya fuente de legitimidad era la divinidad.
Sin duda, hubo acontecimientos, como la Declaración de Derechos de Virginia (1776), la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia (1789) que representaron hitos trascendentales e imborrables en la historia por la conquista de derechos de parte de los individuos frente al poder. No obstante, esos acontecimientos, si bien paradigmáticos, constituyeron desenlaces de corrientes políticas, filosóficas y culturales que tomaron, literalmente, cientos de años para cristalizarse. La Carta Magna, por ejemplo, otorgada en 1215 por el rey Juan I de Inglaterra, la cual se enarbola como uno de los grandes referentes en la historia del constitucionalismo, apenas concedió algunos derechos exclusivamente a la nobleza, más no así al resto de las personas. Igual sucedió con otros instrumentos jurídicos, como la Ley de Hábeas Corpus de 1628 y el Bill of Rights de 1689, también en Inglaterra, los cuales reconocieron derechos específicos, pero todavía en el contexto de una monarquía que se resistía a dar paso al parlamentarismo como expresión de la voluntad popular.
Concomitantemente con la búsqueda del reconocimiento de derechos individuales, se fue articulando una concepción del poder que fue cuestionando el carácter cerrado, concentrado e incontestable propio del absolutismo, al tiempo que abría paso a una nueva configuración en torno a tres ideas básicas: la limitación del poder por la ley (de ahí la expresión gobierno de leyes, no de hombres), la división de las potestades y funciones del Estado y los contrapesos entre los diferentes componentes del poder. La obra seminal en este proceso, que sirvió de acto fundacional del liberalismo político, fue el ensayo Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke, publicada en 1690. Otra obra clave fue El espíritu de las leyes de Montesquieu, publicada en 1748, en la cual este noble francés no sólo desarrolló la teoría de la división de poderes de Locke, sino que articuló el concepto de que "el poder frene al poder" que sirvió de base a la teoría de los frenos y contrapesos (checks and balances) que es parte esencial del constitucionalismo liberal-democrático. Más adelante, los aportes de James Madison, considerado el padre de la Constitución de Estados Unidos, sirvieron para darle coherencia teórica y funcionalidad institucional a las ideas que aportaron estos autores.
El derecho es una pieza indispensable en ese largo y nunca acabado proceso de construcción de un sistema de gobierno que se sustente en la soberanía popular, la división y los contrapesos del poder y en el reconocimiento de los derechos de las personas. De ahí que estas concepciones filosóficas y políticas hayan desembocado en constituciones y leyes que han procurado plasmar, con mayor o menor alcance, estas ideas sobre el poder y los individuos que rompieron con el absolutismo.
Así, el derecho expresa las visiones dominantes en un momento determinado sobre estas cuestiones fundamentales, unas veces expandiendo los derechos y otras limitándolos; unas veces fortaleciendo los controles y los contrapesos del poder y otras reduciéndolos o eliminándolos. Un ejemplo sumamente interesante en nuestra propia historia constitucional es la diferencia entre el constitucionalismo autoritario de Pedro Santana, plasmado en la Constitución de diciembre de 1854, y el constitucionalismo de inspiración liberal, plasmado en la Constitución de febrero de 1854 o en la llamada Constitución de Moca de 1858.
Esas tensiones y luchas entre visiones distintas sobre la sociedad, el poder y los individuos no tiene un punto de resolución definitiva. Hay avances y retrocesos, logros y fracasos; conquistas y regresiones. Por eso fracasó, como tenía que fracasar, el concepto de "fin de la historia" que propició el autor Francis Fukuyama a principios de los años noventa del siglo XX, según el cual la democracia liberal había vencido a las demás corrientes políticas e ideológicas luego de su triunfo frente al nazismo primero y frente al comunismo después.
La historia subsiguiente se ha encargado de demostrar no sólo que hay ideologías que compiten por lograr su hegemonía frente al liberalismo político, sino que dentro del campo liberal-democrático surgen recurrentemente enfoques que ponen en entredicho los pilares fundamentales de la organización liberal-democrática del poder. Es lo que ocurre actualmente en Estados Unidos ha emergido un discurso político-constitucional que procura reconcentrar poderes en el Ejecutivo en detrimento del Poder Legislativo y el Poder Judicial o eliminar garantías del debido proceso en perjuicio de los derechos fundamentales de las personas. Lo mismo sucede en muchos otros países en los que, si bien las autoridades derivan su legitimidad del voto popular, estas llevan a cabo cambios institucionales para concentrar más poder y reducir los derechos de las personas y sus garantías, como son los casos de Hungría en Europa Central y El Salvador en América Latina, para sólo citar dos ejemplos emblemáticos. Es lo que se ha dado en llamar "democracias iliberales", esto es, regímenes con autoridades democráticamente electas, pero que constriñen significativamente los espacios institucionales llamados a ejercer los contrapesos del poder y la protección de los derechos de las personas.
Desde luego, así como no podía haber un "fin de la historia" a favor del liberalismo político como lo pensó Fukuyama, tampoco puede haber -ni habrá- un "fin de la historia" favorable a una visión concentradora del poder y negadora de derechos, por más popular que pudiese ser un enfoque político de este tipo en una sociedad determinada en un momento determinado. La aspiración de limitar y controlar el poder y de proteger los derechos de las personas estará siempre presente, aunque de igual manera hay que reconocer que tampoco se eliminará para siempre el impulso autoritario, por lo que seguiremos siendo testigos de estas luchas inevitables entre diferentes concepciones sobre el poder, el derecho y las libertades de las personas.