La libertad de expresión y su efecto silenciador (2/2)
Del debate al escarnio, cómo la libertad de expresión se volvió tóxica
En la primera entrega de este artículo sostuve ni la más poderosa tradición de defensa de la libertad de expresión en el mundo occidental, ni la especial relevancia que le ha sido reconocida en el constitucionalismo democrático moderno, cuestionan la necesidad del establecimiento de límites a su ejercicio.
Es por eso que llama la atención un cierto discurso que tilda de "ley mordaza" al Proyecto de Ley Orgánica de Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales, por la sola razón de que el mismo establece un régimen de restricciones y de garantías institucionales tendentes a que, al mismo tiempo que se garantiza un ejercicio de la libertad de expresión -tendente a mantener informada a la población y la conformación discursiva de la voluntad mayoritaria-, prevé un régimen de sanciones ulteriores efectivo cuando en nombre del ejercicio de estos derechos se pone en juego el interés general, los derechos de los demás, o el cumplimiento mismo de los fines de la libertad de expresión.
El profesor Owen M. Fiss advirtió, hace ya más de 29 años, sobre el efecto silenciador que la libertad de expresión tenía en un escenario ilimitado de gastos en las campañas electorales. "Los gastos electorales ilimitados", decía, "no solo perpetúan la distribución desigual de la riqueza y colocan al pobre en posición de desventaja en la arena política, sino que también pueden tener el efecto de silenciar al pobre. El rico puede, por ejemplo, dominar el espacio publicitario en los medios de comunicación y en otros ámbitos públicos hasta tal grado que el público, de hecho, solo oiga su mensaje. En consecuencia, la voz de los menos rico puede quedar ahogada, simplemente".
Por entonces, problemas como el discurso de odio, la pornografía, y la jurisprudencia de la Corte Suprema de EE. UU. sobre "el peligro claro e inminente" que contra los intereses del Estado, o para algunos grupos dentro del mismo, podía suponer un uso inadecuado de la libertad de expresión, dominaban el debate sobre el tema.
Salvando las distancias temporales, en nuestro país es hora de plantearse con seriedad el tema de cuándo una expresión queda fuera del ámbito de protección previsto por el artículo 49 constitucional que, junto a la libertad de opinión, las reconoce como derechos fundamentales, al tiempo que proscribe todo régimen de censura previa. Pero el mismo texto dispone que "el disfrute de estas libertades se ejercerá respetando el derecho al honor, a la intimidad, así como a la dignidad y la moral de las personas, (...) de conformidad con la ley y el orden público".
Ese texto fue pensado para un contexto en el que todavía no habían hecho su explosión las redes sociales y las plataformas digitales que, a la vez que se ensanchaban las posibilidades de la expresión y la información, se revelaron con una inusitada capacidad para la proliferación de discursos cada vez más polarizantes, con mayor poder de atomización y segmentación de la expresión.
En esta nueva realidad, el diálogo y la confrontación de ideas, consustanciales a la libertad de expresión, fueron gradualmente sustituidos por un tráfico vertiginoso de opiniones y discursos paralelos, diseñados para la creación de identidades, cosmovisiones, creencias y objetivos, que solo alimentan a las audiencias de quienes los comparten, tensando hasta situaciones extremas las posibilidades de construcción de una visión compartida que facilite los mínimos necesarios de cohesión que en términos de intereses comunes constituyen el soporte de cualquier sociedad civilizada.
La libertad de expresión ha devenido en una permanente guerra de palabras, donde quien no comparte una determinada creencia no es alguien que ejerce un derecho legítimo a la disidencia, sino alguien que merece la hoguera y el escarnio. Es una realidad donde la capacidad de atemorizar, de incitar a la violencia y al odio contra quienes profesan ideas distintas, tienen tanta fuerza expresiva que están silenciando la universalidad de la expresión e infundiendo temor por las represalias.
Es una realidad donde la injuria, la difamación, el ultraje al honor y a la dignidad de las personas, se han convertido en fuente una delictiva de enriquecimiento, que induce una especie de parálisis colectiva para el uso de las herramientas constitucionales y legales que pone el sistema jurídico en manos de las personas para proteger esos bienes frente al uso indiscriminadamente abusivo de expresiones que carecen de protección constitucional.
En esa industria del delito de opinión juegan un papel especial las plataformas digitales, reguladas por la Ley 53-07 sobre Crímenes y delitos de Alta Tecnología, que sanciona tanto la difamación como la injuria llevada a cabo a través de las mismas.
Que no haya confusión sobre la efectividad que puede tener el uso de esa legislación. En ocasión de una decisión en la que estatuyó sobre un alegato de inconstitucionalidad presentado contra los artículos 21 y 22 de la Ley 53-07, la SCJ empezó a llevar cabo una labor de interpretación sistemática del conjunto de disposiciones normativas relacionadas con los tipos de difamación e injuria, para determinar la aplicación de esta Ley.
En concreto, ha sostenido lo siguiente: "17. Tal y como esta Segunda Sala ha referido anteriormente, con respecto a que, si bien la Ley 53-07 no define la conducta de los tipos penales de difamación e injuria, no es menos cierto que, la adecuación típica de la realización del tipo de una norma prohibitiva prevista en los tipos contenidos en la ley en comento, hay que verlos con respecto al ordenamiento jurídico como un todo, de manera que, la conducta del imputado es contraria a la norma y típicamente adecuada al sentido de las definiciones de esos tipos previstos en las disposiciones del artículo 367 del Código Penal dominicano, el cual como tal, si bien no figura en la imputación solo se puede extraer de allí´ lo que debe entenderse por difamación, como sucede con los tipos previstos en la Ley 53-07, y, en ese contexto ha de entenderse por difamación, la alegación o imputación de un hecho, que ataca el honor a la consideración de la persona o del cuerpo al cual se imputa; y que, se califica de injuria, cualquiera expresión afrentosa, cualquiera invectiva o término de desprecio que no encierre la imputación de un hecho preciso; siendo oportuno señalar que, la única diferencia es el medio que se utilice para cometer la difamación e injuria, pues si se utilizan medios electrónicos, informáticos, telemáticos, de telecomunicaciones, o audiovisuales la disposición aplicable es la contemplada en los artículos 21 y 22 de la Ley 53- 07, tal y como ha sido juzgado en el caso."
Simplificando, la circunstancia de que el artículo 21 de la Ley 53-07 no defina el hecho subsumible en la conducta por él sancionada, no se puede interpretar al margen del marco normativo general que en nuestra legislación se ha encargado de definir con precisión la expresión difamatoria. La única cuestión sobre la que cabe establecer una distinción es sobre el medio que se utilice para poner en circulación tales tipos de expresiones.
La distinción antes indicada tiene una consecuencia adicional relevante: cuando la norma aplicable en materia de difamación o injuria es la Ley 53-07, la acción para tramitar las pretensiones de la víctima deja de ser una acción privada, y pasa a ser una acción pública a instancia privada. Así lo ha considerado nuestra Suprema Corte de Justicia: "En el presente caso la acción penal ha sido mal perseguida al comprobarse que los hechos que se atribuyen al imputado son perseguibles mediante el ejercicio de la acción pública a instancia privada, no a instancia privada, como ocurrió en la especie, lo que impide el conocimiento del fondo del proceso y procede la declaratoria de inadmisibilidad. (SCJ-SS-22-0563, del 2 de junio de 2022.)