Turismo: El soft power de República Dominicana
Turismo como política de Estado, la oportunidad dorada de República Dominicana
En un mundo donde el poder ya no se mide únicamente por el tamaño de los ejércitos o la influencia de los mercados, las naciones han aprendido a ejercer influencia no solo por la fuerza, sino por la atracción. En tiempos de desconfianza global, la seducción se vuelve más poderosa que la imposición.
Joseph Nye lo definió como soft power: la capacidad de seducir sin imponer, de conquistar sin invadir, de convencer sin gritar. Y en ese terreno, la República Dominicana posee una de sus herramientas más poderosas: el turismo.
En 2024, la República Dominicana recibió más de 11 millones de turistas y generó ingresos por encima de los US $11,000 millones en divisas. Pero más allá del dinero, lo que verdaderamente circuló fue una experiencia emocional, cultural y humana que posiciona al país como líder en atracción en el Caribe y la región.
Como señaló el propio Nye, "el soft power descansa en la capacidad de formar las preferencias de otros mediante la seducción más que la coerción." En ese sentido, el turismo no se limita a ser una industria. Es un capital simbólico, cultural y diplomático que nos proyecta al mundo y nos sitúa como referencia regional. Cada visitante que cruza nuestras fronteras no viene únicamente a consumir sol y playa. Viene —y vuelve— por algo mucho más profundo: una experiencia de conexión emocional, de pertenencia, de sentido. Un turismo que no solo entretiene, sino que toca fibras humanas fundamentales. Una experiencia de calidez humana, belleza natural, ritmo vital, y autenticidad cultural.
El turismo es, en esencia, una forma de diplomacia no oficial, donde no se negocian tratados, pero sí se construyen lazos. En cada interacción entre un dominicano y un visitante se juega una pequeña batalla geopolítica: la de mostrar al país como confiable, acogedor, legítimo y alegre. Y cuando ganamos esa batalla emocional, los efectos trascienden el viaje: se convierten en inversión, reputación, vínculos duraderos y nuevas oportunidades.
Esos más de 11 millones de visitantes en 2024 no solo representan ingresos fiscales o divisas. Representan 11 millones de relatos positivos que se exportan al mundo. Cada uno de ellos es un embajador espontáneo de nuestra marca país. Cada foto en Punta Cana, cada cena en Samaná, cada noche de merengue en Santiago lleva consigo una narrativa: la de un país que vale la pena visitar, conocer, respetar y recordar.
En términos de soft power, el turismo dominicano no solo debe ser gestionado como negocio, sino como política de Estado. Como herramienta estratégica para reposicionar al país no solo como destino, sino también como actor regional con voz propia en temas clave: cambio climático, sostenibilidad, seguridad alimentaria, migración y cooperación Caribe–Centroamérica.
La cultura que proyectamos —desde la gastronomía hasta la música— no es un adorno: es contenido geopolítico y emocional de alto impacto.
La hospitalidad no es solo un rasgo nacional: es un activo estratégico de identidad y proyección. Y la alegría del dominicano no es un cliché: es una forma de resiliencia que inspira respeto y simpatía.
¿Es esta una idea meramente idealista, o una posibilidad real que exige voluntad y dirección? La respuesta es clara: ya existen los elementos, pero dispersos y sin una estrategia que los articule.
Contamos con un Ministerio de Turismo con proyección internacional, un Ministerio de Cultura con enorme riqueza patrimonial, y una Cancillería que ha mostrado vocación por la diplomacia cultural. Pero siguen operando como compartimentos estancos, sin una sinfonía que armonice sus esfuerzos. La Marca País tuvo su momento, pero nunca evolucionó en un verdadero proyecto de poder blando con visión a largo plazo.
Países como México, España, Corea del Sur o Colombia —algunos con economías comparables o incluso menores en tamaño relativo— han comprendido que la cultura, la identidad y la experiencia país no son ornamentos: son instrumentos de influencia y legitimidad en el escenario internacional. Basta observar ejemplos como el Instituto Cervantes de España, el Goethe-Institut de Alemania o la Alliance Française de Francia: instituciones que no solo promueven su lengua y cultura, sino que proyectan una visión de país y tejen vínculos duraderos mediante el arte, el pensamiento y la diplomacia cultural.
La República Dominicana tiene una oportunidad histórica de avanzar hacia esa dirección: no creando estructuras costosas, sino articulando —y coordinando— con inteligencia lo que ya tenemos. No se trata de presupuesto, sino de visión.
Pero todo poder —incluso aquel que seduce sin imponerse— requiere institucionalidad, relato y liderazgo. El soft power dominicano exige una institucionalización estratégica más robusta: fortalecer el Instituto de Cultura Dominicana en el Exterior, ya existente en el ámbito de la Cancillería; dotarlo de mayor autonomía, recursos y proyección internacional; consolidar una Cancillería activa en diplomacia cultural; y articular de manera sostenida los esfuerzos de MITUR, Cultura y Relaciones Exteriores para proyectar al país como un centro regional de atracción, identidad y conexión.
No somos —ni aspiramos a ser— una superpotencia militar ni financiera. Pero sí podemos ser, y ya empezamos a serlo, una superpotencia de atracción, de convivencia, de cultura y de humanidad.
Ese es nuestro poder blando. Un poder invisible, pero profundamente eficaz. En tiempos marcados por el conflicto, la fragmentación y la desconfianza global, ese tipo de poder es más escaso y más necesario que nunca.
La verdadera pregunta es: ¿tenemos la voluntad de cultivarlo, narrarlo y proyectarlo como país? Porque el poder blando —como la confianza o el prestigio— no se improvisa: se construye con visión, se sostiene con coherencia y se proyecta con orgullo.