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Más que funcionarios presos

Rotaciones ministeriales en Educación y Salud reflejan el sello del Gobierno

Luis Abinader es neurótico con la imagen de su Gobierno. Reacciona ante cualquier "duda" pública sobre los desempeños de los funcionarios.  Si los cuestionamientos hacen "ruido digital", cambia o destituye. En tales decisiones comete aciertos; también excesos. 

Lo que queda claro es que el presidente no consiente cuando los escándalos nublan "la transparencia", virtud asumida como marca de sus administraciones.  En tal empeño ha tenido tres ministros de Educación y tres de Salud Pública, por citar despachos con grandes presupuestos. 

Es un modelo forzosamente distinto al del PLD, en el que las rotaciones burocráticas eran excepcionales. Hubo ministros que se convirtieron en emblemas históricos de sus carteras, y no precisamente por su extraordinario ejercicio. Basta recordar a Diandino Peña, Víctor Díaz Rúa, Gonzalo Castillo, Francisco Javier García y Euclides Gutiérrez Félix, entre otros. Y ni hablar de los funcionarios que cerraban el círculo de cercanía del presidente, como lo fueron José Ramón Peralta y Gustavo Montalvo, en los gobiernos de Danilo Medina

No obstante, los cambios burocráticos no son aconsejables cuando el Estado no tiene un orden de continuidad planificada. Son de altísimo costo. Suponen que el nuevo funcionario deberá conocer presupuestos, cuentas, funciones, procesos, programas y personal. Pero, además, vendrá con otros intereses, prioridades y colaboradores, factores que precisarán de las necesarias adecuaciones. No conforme, requerirá saber lo que recibe y así separar las responsabilidades con el pasado titular. 

Todo lo anterior precisará de tiempo útil que se perderá en desmedro del desarrollo y la eficacia de la gestión.  Entrañará, en ocasiones, empezar de cero.   Conozco programas avanzados que fueron abandonados por nuevos titulares en los que se invirtieron cientos de horas productivas, recursos, contrataciones y hasta financiamiento internacional. 

Lo ideal sería contar con funcionarios capaces de merecer la estabilidad, pero son "sueños suecos" cuando los criterios de selección sigan siendo las credenciales políticas, las compensaciones al activismo partidario o las retribuciones a aportes electorales. Obvio, pese a eso, ha habido buenos funcionarios, especialmente en los estamentos medios de la Administración. 

Pero estemos claros: un político profesional cuya actividad no es retribuida no va a un gobierno seducido por cándidas ideas de servicio social, sobre todo si ha estado económicamente estacionado a la espera de que el partido/candidato llegue al poder. Sus intenciones, aunque reprimidas, serán otras.  Esas que de forma instintiva salen a flote ante la primera tentación, más en la Administración pública dominicana, dominada por la discrecionalidad, el verticalismo y con escasos controles, a pesar de la modernidad normativa que la organiza. 

Por igual, sin una tradición de filantropía corporativa, los contratistas del Estado no aportan dinero a los candidatos por "amor a la patria"; lo hacen como inversión redituable (ROI) en las grandes contrataciones con el Estado, esas que nadie verá impugnadas ante la cristalina Dirección General de Contrataciones Públicas, y no precisamente por ser las más transparentes, sino por lo que muchos suponen y nadie denuncia. 

Por su parte, el empresario que aporta al candidato y no contrata con el Estado, lo que busca es darles visibilidad positiva a sus negocios para ganar atenciones y preferencias o evitarse molestias fiscales, privilegios que vienen empaquetados en la eufemística "seguridad jurídica" como pancarta de la libre empresa, un reclamo que no siempre pueden hacer los que no compran tales tratos ni tienen buenos cobijos. 

Y no es que le creamos a la teoría de que todo el político es corrupto o que el que está en el Gobierno roba. No, no enloqueceremos con esa paranoia, pero tenemos una historia que valida tal relato y un sistema frágil y permisivo (o de nulas consecuencias) que facilita la posibilidad. Es ahí donde los gobiernos del PRM, que llegaron y se instalaron con las consignas de la ética pública, necesitan convencer.  

El presidente no puede esperar eufóricas aclamaciones por destituir a un funcionario indiciado por el rumor público o porque haya ordenado una investigación, eso sería rutinario en cualquier sistema funcional.  Tampoco debe creer que, porque tales iniciativas no eran frecuentes en el pasado, haya que considerarlas suficientes para acreditar su compromiso en contra de la impunidad. Es un avance que se aprecia en la comparación, pero que no se agota en el esfuerzo ni honra toda la expectativa social.  Se votó mayoritariamente por la propuesta del PRM no solo para ver a gente presa; fue para contar con un sistema cambiado. 

Abinader podrá someter a todos los funcionarios que lo merezcan, pero la obra de permanencia es más institucional y atiende a los procesos de calificación, control e investigación en la gestión pública como verdadero legado. Uno de ellos es reducir la discrecionalidad en los puestos públicos promoviendo la selección por oposición para eliminar el criterio político que domina los nombramientos y el uso de las posiciones públicas (y las oportunidades que ellas crean) para compensar favores o aportes electorales.  

No es aventurado opinar que el problema de la Administración pública es más de incompetencia que de corrupción.  Gente sin calificación ni experiencia manejan presupuestos multimillonarios y deciden políticas que afectan a millones de personas.   El primer acto de corrupción es aceptar un cargo para el cual se sabe que no se tiene la capacidad para ocuparlo.  Aguantar a un funcionario es mucho; imaginarlo corrupto e incompetente es un castigo. 

Los cambios burocráticos no son aconsejables cuando el Estado no tiene un orden de continuidad planificada. Son de altísimo costo. Suponen que el nuevo funcionario deberá conocer presupuestos, cuentas, funciones, procesos, programas y personal. Pero, además, vendrá con otros intereses, prioridades y colaboradores, factores que precisarán de las necesarias adecuaciones.

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Abogado, ensayista, académico, editor.