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El sueño mojado de la competitividad

República Dominicana crece sin transformar su desarrollo humano

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El sueño mojado de la competitividad
El crecimiento económico no ha reducido las desigualdades estructurales de la República Dominicana. (ARCHIVO)

En los foros empresariales pocas veces falta una mención convertida en cliché por su cansado uso retórico: la competitividad. Corrientemente se emplea para aludir a los rendimientos comparativos de una economía o una empresa. 

Se habla de economía competitiva cuando sus empresas compiten libremente para atraer consumidores sobre una oferta de mejores productos, precios y servicios. En ese esfuerzo se fomenta la innovación, la eficiencia y la mejora continua

En el plano macroeconómico, la competitividad de una nación se asocia a su capacidad económica para atraer y retener inversiones, mejorar la productividad, fortalecer la seguridad jurídica y crear empleo de forma sostenida. 

Ni la economía ni las empresas operan ajenas a la sociedad. De manera que la competitividad, como factor de crecimiento y bienestar, estará siempre condicionada al atraso o al progreso social. Así, en una sociedad violenta, inestable o insegura la competitividad será una aspiración malograda. 

La República Dominicana entró, después de la crisis electoral de 1994, en una ruta lineal de estabilidad política. Con cortos y leves altibajos, nuestro sistema ha mostrado una vigorosa resiliencia. Tal ambiente prohijó el más alto crecimiento económico promedio de América Latina en los últimos treinta años. 

Hoy el país provoca una sana envidia en el resto de la región. No tenemos la violencia organizada de México y Colombia, ni los recurrentes levantamientos sociales de Ecuador y Bolivia, ni los totalitarismos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, ni las desigualdades estructurales de Chile, Bolivia y Honduras, ni las quiebras virtuales de Venezuela, Argentina y Puerto Rico, ni las ya festivas interrupciones de gobiernos de Perú, ni la narcoinsurgencia de México y Colombia. No hay riesgos de insurrecciones armadas ni asomo de cambios desestabilizadores.  

Pese a esa singular ventaja, el país está lejos de ser una sociedad competitiva. Todavía no cuenta con la capacidad orgánica para generar bienestar social a través de condiciones que alienten el desarrollo humano de forma sostenible. 

Es penoso admitir que aun con ese clima de paz política seamos de los primeros diez países del mundo que menos ha aprovechado el crecimiento económico para mejorar los índices de desarrollo humano. Es una falla inexcusable de los Gobiernos y de la propia sociedad que la ha consentido por omisión. Arrastramos así deformaciones estructurales que impiden que el sistema avance en la creación armónica del bienestar. 

Los Gobiernos han dedicado principal atención a los indicadores macroeconómicos: tasa de interés y de cambio, índice de precio al consumo, producto interno bruto, balanza de pagos e indicadores de empleo. Mantener estable la tasa del dólar es un gran logro exhibido como presea de triunfo por cada Administración.

Cuidan con tanto celo ese balance, que los últimos cuatro gobernantes (excepto Hipólito Mejía) no se han atrevido a cambiar al gobernador del Banco Central, funcionario de más permanencia en un cargo en los últimos cincuenta años (1994-20oo; 2004 hasta la fecha), por temor a comprometer esa estabilidad, conscientes de que tal condición es una premisa básica de gobernabilidad, y eso es políticamente innegociable. 

Controlados esos indicadores, lo demás se asume como pura gestión ordinaria de gobierno, sin tocar sistemas deficitarios de bienestar social: educación, salud, seguridad social, vivienda y energía. Así las cosas, cualquiera puede manejar un gobierno, y eso explica cómo gente sin capacidad anuncia libertinamente aspiraciones presidenciales. En el 2028 veremos el desfile de las comparsas. 

Las diferencias que apenas pueden disputarse los partidos que nos han gobernado se diluyen en comparar cuál ha hecho más obras de infraestructuras con apenas el 12 % de los gastos de capital del presupuesto, equivalente a un deprimente 2.2 % del PIB. Presupuesto devorado cada año por los gastos corrientes de la burocracia estatal y los servicios de una deuda opresiva.

¿Por qué los gobiernos no le dan igual tratamiento a la gestión de áreas socialmente estratégicas como la salud, la seguridad social y la energía, con estrategias de desarrollo a mediano plazo pactadas socialmente y que incluyan procesos de selección de funcionarios por oposición? Esas dependencias no deben politizarse. Deben ser declaradas como "vacas sagradas" en los planes de desarrollo y sacarlas de las plazas laborales sujetas a tratos políticos.

Hemos desperdiciado tiempo, recursos y voluntad para hacer lo que no hemos logrado: sostener un sistema de salud digno, elevar los niveles de educación básica en un tiempo razonable, garantizar una producción energética suficiente y estable, crear una plataforma productiva autosuficiente y sustentar una red universal de seguridad social. 

Esas son las verdaderas soluciones que en circunstancias ideales debiera aportar el crecimiento al desarrollo social, pero la ausencia de compromiso político y la distribución desigual del ingreso han frustrado. Hemos tenido historias paralelas de crecimiento y pobreza en un relato de negaciones recíprocas.

La competitividad es un vocablo prestado en los discursos empresariales. Debió ser un concepto original de la oratoria política, una visión de las grandes reformas y un eje fundamental de los planes de desarrollo del Estado. 

No hay competitividad empresarial sostenible en una sociedad de bajos estándares de bienestar. Seguir desatendiendo ese objetivo será acumular tensiones sociales que en el tiempo buscarán como el agua cauces catárticos, afectando, a su paso, el clima de paz social que nos ha costado construir. Entonces comprenderemos que la competitividad fue siempre un sueño mojado con un súbito e indeseado despertar a crudas realidades.


Es penoso admitir que aun con un clima de paz política seamos de los primeros diez países del mundo que menos ha aprovechado el crecimiento económico para mejorar los índices de desarrollo humano. Es una falla inexcusable de los Gobiernos y de la propia sociedad que la ha consentido por omisión. Arrastramos así deformaciones estructurales que impiden que el sistema avance en la creación armónica del bienestar.

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Abogado, ensayista, académico, editor.