La vieja y la tableta digital
El cóncavo surrealismo de los nuevos tiempos
Cada día, como rutina impuesta por la soledad, agarra la tableta digital y, con la torpeza de los años, desliza sus cansados dedos sobre la pantalla.
Hace cierto tiempo nos sorprendió abriendo una cuenta en Facebook con la callada complicidad de uno de sus nietos. A veces, no sé si de forma accidental, cuelga imágenes en su "estado". El día 30 de este mes cumple 97 años, pero se niega a claudicar frente a los achaques seniles, tormentos que se turnan para recordarle vanamente lo que ella sabe más que nadie. Tiene una memoria sana y presta una atención lúcida a los detalles.
Mi madre libra una digna porfía contra la caducidad, y no le ruboriza dejar ver algunas de sus orgullosas resistencias; así, no consiente que le tomen fotos sin antes confirmar su apariencia en el espejo: un portátil color celeste que tiene sobre la mesa vecina a su sofá; tampoco le falta el tinte capilar que, con acato casi castrense, le aplica en los últimos veinte años la misma peluquera.
Las salidas, cada vez más contadas, deben estar a la altura de sus infrecuencias: collares, aretes, estola, cartera a tono con los matices o estampas del vestido y un porte cuya disimulada altivez desmienten sus tardos pasos. Esa vanidad, cándida y digna, contrasta con la mujer de fe y rectitud probadas. Es su insubordinada manera de desafiar los designios de los años.
Ahora, el uso de la tableta digital es pancarta de resistencia a esa caducidad. Un dispositivo, cuidado como mascota, que seduce su curiosidad, pero enrarece su mundo. Es la ventana a una realidad cada vez más "paralela" a la que ha comprendido. Y no por la tecnología, para cuyo uso siempre habrá costumbre, sino por el mundo inverso que le muestra: confuso, disperso y ajeno.
Le cuesta, se resiste y no le importa entender lo que ve con asombro. Por el contrario, se defiende de ese "cóncavo surrealismo" que le exhibe la tableta, bajo el resguardo del único mundo que ha comprendido: básico, cercano, cálido y humano.
No se explica por qué y en qué momento se produjo el cambio. Tan rápida e inadvertidamente. Impotente, en ocasiones se queda ausente, sin poder recomponer las piezas. Esas que estaban ordenadas en una lógica simple y manejable de entendimiento. Ahora nada es lo que aparenta. Se pierden las diferencias que definían a la gente y a las cosas. La identidad dejó de ser lo que era.
El "mundo de ustedes es una mentira", le dijo con cierto encono a uno sus nietos, y prosiguió: "Ya no se sabe quién es hembra o varón o qué es verdad o mentira, qué es correcto o no, ni que es real o invento de la bendita inteligencia artificial. Antes, todo era una sola verdad". Luego remató con una pregunta retórica que compendiaba su frustración: "¿Por qué hay que complicarlo todo?".
Pero lo que más horroriza a la vieja es la moral de los tiempos. De un concepto alto, venerable y absoluto ha devenido en otro que se hace cada vez más fluido e inaprensible. Lo que ve en su tableta nunca lo pudo sospechar: pecados a los que llamamos virtudes, vulgaridad expresada como arte, conductas que se confinaban a la intimidad publicadas hoy como "show" al amparo de una libertad multicultural que desplaza viejos valores de contención ética. La vieja no demora en darle una lectura escatológica a ese mundo: "Estamos en las finales" ...
Pero ¿cómo explicarle a la vieja que la moral de hoy, como noción pluralista, pragmática y relativista, no es aquella idea de verdad única, absoluta y universal? En ella las acciones pueden ser juzgadas como correctas en un contexto y en otro no, según criterios de conveniencia, oportunidad o poder.
Esa moral maleable y desechable se justifica en la sospecha hacia cualquier pretensión ética totalitaria, valorando, en nombre de la libertad cultural, la tolerancia y la comprensión intercultural. Para ella los valores son construcciones cambiantes. Cuestiona así los llamados "metarrelatos", esos que ofrecen explicaciones universales, como los de la religión o la metafísica. Se desmitifican de esa manera los valores tradicionales sobre los cuales se fundaron identidades, naciones e instituciones.
Saber qué era correcto o no en el mundo de la vieja no requería mayor esfuerzo que una decisión de conciencia, hoy supone una exploración laberíntica en otro mundo que decidió liberarse de esa "vieja culpa" llamada moral. En nuestros días se impone la "conveniencia situacionista", traducción que mi mamá jamás comprenderá. Ella es una veterana militante de la vieja moral con la que nos crio. Y lo hizo bien...

José Luis Taveras