El amor también se paga con pena
El escritot portugués Camilo Castelo Branco escribió su obra cumbre: Amor de Perdição
El templo y la torre contigua prestan su nombre a uno de los barrios más emblemáticos de Oporto, la joya urbana portuguesa partida por el río Duero en mitades que lo acompañan hasta la desembocadura en el océano Atlántico. La fachada de estilo rococó de la iglesia dos Clérigos contrasta con la sobriedad del interior, en silencio hasta que las campanas, escondidas en lo más alto de la mole de 76 metros, esparcen a los cuatro vientos un tañido que carga historia. En un tiempo, la torre eclesiástica, la más alta de todas, doblaba como vigía inmóvil que orientaba a los intrépidos marineros lusos que exploraban el mundo.
Curioso el origen del conjunto monumental que engalana el casco histórico de la ciudad ahora famosa mundialmente por los caldos que se producen en sus alrededores, el celebérrimo oporto. Debe su nombre a la hermandad de los Clérigos Pobres, quienes recaudaron riqueza suficiente para construir la iglesia barroca y pagar por el carillón de 49 campanas.
En mis recuerdos de Oporto y su barrio de los Clérigos, el protagonismo se orienta hacia otro trozo urbano cercano, el Largo Amor de Perdição, en una de cuyas esquinas se erige provocativa la estatua de una pareja fundida en un abrazo que en el metal se fragua como inseparable. La efigie Amor de Perdição, como la plaza que la alberga, simboliza retazos de la vida de uno de los grandes escritores románticos portugueses, Camilo Castelo Branco, y de su amante Ana Plácido.
El escultor Francisco Simões plasmó en bronce el romance que estremeció a la sociedad portuguesa del siglo XIX, de cuya moralina fue víctima la pareja. Ana, desnuda, arrima su cuerpo a Camilo, le mira a la cara mientras con ambos brazos le ase el cuello. La mirada proyecta pasión ciega, como el impulso que la llevó a abandonar a su marido y escaparse con el escritor. Una mano de este se posa con aparente descuido sobre el trasero de la figura que el artista cinceló con esmero para impregnarle una voluptuosidad que se sobrepone con creces a la rigidez y frialdad de la materia inerte. Con la otra extremidad le oprime la espalda, el rostro desprovisto de toda emoción; si acaso, la resignación de quien de antemano se sabe condenado.
A Castelo Branco le tentó la vida religiosa, pero pronto se convenció de que su verdadera vocación se correspondía con las cosas terrenales, no las del cielo. Su reino era de este mundo, y en este los placeres y la literatura se combinaban en simbiosis perfecta. En su carrera de rompecorazones tropezó con Ana, sin que el matrimonio de esta con Manuel Pinheiro Alves, indiano que había hecho fortuna en Brasil, fuese obstáculo para la aventura amorosa que los llevaría a prisión, precisamente en el edificio detrás de la estatua y que en 1861 albergaba la Cadeia da Relação, la cárcel de Oporto. El marido despechado intentó detener la relación escandalosa y recluyó a Ana en un convento. Se escapó con el prolífico escritor a quien había deslumbrado por su inteligencia más que por su belleza física. Era una situación intolerable en una época en que el adulterio se saldaba con el encierro. Los amantes fueron encarcelados en pabellones separados; Ana, con el hijo cuyo padre era probablemente Castelo Branco. Amor cercano y lejano a la vez. Por segunda vez y también a cuenta de faldas perdía la libertad.
Fue detrás de los barrotes de una celda en la Cadeia da Relação donde el poeta, novelista y dramaturgo escribió su obra cumbre: Amor de Perdição. Lo hizo en apenas quince días y la novela es en parte la historia del romance prohibido que lo arrastró a la mazmorra por poco más de un año. Una nota del autor en la introducción del libro reza así: “Esta novela fue escrita en uno de los calabozos de la cárcel de la audiencia de Oporto, a la débil luz que pasaba entre los hierros y se perdía en las sombras de la bóveda, en el año de gracia de 1861”. Los dos protagonistas, Simón Botelho y Teresa de Albuquerque, provienen de familias que se odian a muerte y, por tanto, el amor que se dispensan carece de futuro. Es un amor prohibido, como el suyo con Ana Plácido.
El propósito de Castelo Branco iba más allá de escribir en la cárcel una simple novela romántica. Buscaba ajustar cuentas con la sociedad que lo señalaba con el dedo acusador, y explicarse a sí mismo y a los lectores. En el capítulo XIX escribe:
“La verdad es algunas veces el escollo de una novela.
“En la vida real la recibimos tal como sale de los encontrados acasos, o de la lógica implacable de las cosas; pero en la novela no podemos sufrir que el autor, si inventa, no invente mejor, y si copia, no mienta por amor al arte.
“Una novela, cuyo mérito estriba en la verdad, es fría, es insoportable, no sacude los nervios, ni le saca a uno, aunque no sea más que un momento, de este andar de la noria, cuyos cangilones somos, unos subiendo, otros bajando, puestos todos en movimiento por el manubrio del egoísmo.
“¡La verdad! Pero cuando es fea, ¿para qué ofrecerla al público en cuadros?
“¡La verdad del corazón humano! Pero si el corazón humano tiene filamentos de hierro que lo unen al barro de que procede, o pesan sobre él y lo sumergen en el charco de la primitiva culpa, ¿a qué viene el sacarle a luz, retratarle y ponerle a la venta?
“Estas observaciones son propias de quien tiene el juicio en su lugar; pero yo, que he perdido el mío estudiando la verdad, ahora, el desquite que me queda es pintarla tal como ella es, fea y repugnante.
“¿La desgracia enardece o enfría la pasión del amor?
Esto es lo que yo someto a la decisión del lector inteligente. Hechos y no tesis son los que yo presento”.
Sus infortunios continuaron pese a la libertad recobrada. Le perseguían sin cesar, como a Simón y a Teresa, a quienes solo la muerte libró de una vida signada por pesares y dolores infinitos. Ana y Camilo se casaron en 1888, más de una veintena de años después del episodio carcelario. El marido rico había ya muerto.
En la segunda edición de Amor de Perdición, en 1863, Castelo Branco describe así su realidad: “Han pasado casi dos años desde que afirmé que nunca más abriría esta novela. En el decurso de dos años tuve que enfrentarme con unos infortunios menos vulgares que la privación de libertad, y olvidé los horrores de los otros, a punto de recordarlos sin asombro y simplemente como eslabones indispensables de esta cadena mía, en la que ya me voy retorciendo y saboreando con infernal deleitación. Abrí el libro como si lo hubiese escrito en los días más alegres de mi juventud; aunque téngase en cuenta que, si hablo de días de juventud, es porque mi certificado de nacimiento me dice que fui joven, que, tocante a alegrías de juventud, estoy esperando ahora que vengan en el otoño, y es de creer que vengan asociadas al reumatismo y la gota”.
La aceptación de la novela, escrita con premura bajo la luz tenue que se colaba y salía sin permiso en la celda, lo había redimido. “Este libro, cuyo éxito se me antojaba malo cuando lo escribía, tuvo una recepción de primacía sobre todos sus hermanos. Movíame a desconfianza por ser libro triste, sin interpolación de risas, sombrío y rematado por catástrofe propia para angustiar el ánimo de los lectores que se interesan por la buena suerte de unos personajes y por el castigo de otros. En honra y loor de las personas que estimaron mi libro, confesaré agradablemente que las juzgué mal. No apruebo la calificación, pero la crítica escrita concordó con la opinión de la mayoría, que antepone Amor de perdición a La novela de un joven rico y a Estrellas propicias”.
Para cuando casó con Ana, lo cegaba la sífilis, no la pasión. Dos años más tarde se suicidó poniendo fin a sus tormentos, no así a la gloria literaria que aún acompaña su Amor de Perdición.