El humano y solidario rostro del dominicano
Cuando el dominicano no cree en el dominicano
Históricamente ha sido recurrente el interés mostrado por muchos dominicanos, consistente en destacar las sombras y ocultar las luces de la patria que los vio nacer. Presentar al ser dominicano como lo peor del universo se ha constituido en su disfrute favorito.
«¿Qué piensan los dominicanos acerca de su país?» –me pregunté en un artículo publicado en el pasado en este mismo diario (3/10/2019). Y acto seguido procedí a responderme:
«Sencillamente que somos inferiores al resto de las demás naciones. Y conforme a esta concepción, el dominicano no cree ni confía en lo dominicano. Sufrimos, pues, de "dominicanofobia". Para quienes así piensan, nada de lo nuestro sirve o posee valor. El plátano embrutece. El merengue despierta las bajas pasiones. Bailar o escuchar ritmos extraños prestigia. El paisaje nativo nos produce náusea. El cielo extranjero nos deslumbra. La inscripción "Made in" nos embriaga y, pletóricos de satisfacción, compramos en los Estados Unidos el pantalón que se fabrica en una de nuestras zonas francas...»
Al respecto, aún recuerdo las consideraciones emitidas por el fenecido periodista Álvaro Arvelo en su muy leída columna «Cápsulas», de fecha 20/6/88, publicada en el vespertino El Nacional.
Alvarito nos presenta unos juicios valorativos del ser dominicano que no podían ser más negativos y aterradores. Según él, «Los dominicanos constituyen en su totalidad un pueblo de vagos, chismosos, traidores, sadomasoquistas, ladrones, ingratos, maleducados, intrigantes, arribistas y todo lo malo del género humano...» Y como "para ponerle la tapa al pomo", el destacado comunicador señala que «Este es un pueblo inferior, este es un pueblo mediocre, la dominicanidad es una ficción, esto no es un país, esto no es una república, esto no es más que un revolcadero de burros...».
Obviamente que Álvaro Arvelo lo único que hizo fue resucitar con nuevos matices expresivos las tesis pesimistas asumidas por los más connotados representantes del pensamiento social de principios del siglo XX (Francisco Moscoso Puello, José Ramón López, Federico García Godoy, etc.) y que la literatura sociológica dominicana ha recogido bajo el nombre de: "El gran pesimismo dominicano".
Igual que Álvaro Arvelo pensaba el doctor Francisco Moscoso Puello cuando en sus famosas Cartas a Evelina (1941) escribió que «El hombre dominicano es un ser "turbulento y haragán, casi no sirve para nada. En ocasiones es un verdadero estorbo. Y es, además, un cofre de vicios. Bailar, jugar y emborracharse y robar son sus cualidades características. Es un hombre primitivo todavía. Vive distanciado de toda idea elevada. Entregado a pasiones muy bajas. Nada le ha entusiasmado ni nada le estimula. Sólo vive para el amor y para la ratería. Tiene muchas características del mono, su compatriota más distinguido». (Págs. 52/53).
Y como Álvaro Arvelo hijo pensaba también José Ramón López cuando en su ensayo La alimentación y la raza (1975) sostenía que «El campesino dominicano era un ser vicioso, violento, haragán, bruto, jugador, homicida y degenerado».
Fácilmente se advierte que las ideas de Alvarito, Moscoso Puello y José Ramón López confluyen en un punto común, por cuanto en ellas se expresa una visión pesimista de nuestro pueblo y una imagen peyorativa del hombre dominicano.
Queda demostrado, pues, que los criterios expuestos por el autor de las «Cápsulas» en su polémico artículo se inscriben en una corriente del pensamiento social que tuvo su raíz en tiempos remotos; pero que aún cuenta con ilustres representantes, entre los que se destacan no solo el distinguido periodista a quien nos hemos referido, sino también todos aquellos dominicanos que, como un pintoresco abogado llamado Francisco Carvajal Martínez (Bueyón), no se cansaba de afirmar que el nuestro es un país de "chimichurris", "cherchorcitos", "lambocitos", "locos", "comecheques por la izquierda", "bandiditos", etc.
Sin embargo, está más que demostrado que el dominicano, en su mayoría, es un ser bueno, trabajador, honesto, respetuoso, emprendedor, inteligente, valiente y, fundamentalmente, humano y solidario. Para validar esto último, basta observar su comportamiento cuando ocurre una tragedia colectiva: el dominicano hace suyo el problema, y su colaboradora actitud parece no tener fin. Así se puso de manifiesto en el proceso de rescate de las personas que quedaron atrapadas debajo de los escombros como resultado del desplome del techo de la discoteca Jet Set.
Allí entraron en acción las más diversas y voluntarias formas de colaboración: unos llevaban agua, comida, chocolate, café... Otros formaban largas filas para aportar sangre. Otros, casi sin dormir, se integraban a las labores de rescate. Decenas de periodistas se mantenían permanentes en la zona de desastre para informar y llevarle el mensaje orientador a la ciudadanía. Otros, como médicos y psicólogos, yacían en primera fila y de manera decidida para brindar asistencia tanto en el plano emocional como en el de la salud física de los agraviados.
Todo lo dicho antes indica que el dominicano, repito, es un ser sumamente bueno, humano y solidario. Y es en virtud de este perfil que yo, en lugar de aborrecer mi país, como lo expresó Joaquín Balaguer en su segundo libro de versos, Claro de luna, cuando escribió: «Yo aborrezco el ambiente en que me ha tocado nacer, pero aborrezco más a los intelectuales con quienes he tenido la mala suerte de codearme...», prefiero proclamar con regocijo inigualable que yo me siento orgulloso de ser dominicano y amo el paisaje en que me ha tocado nacer.