Tránsito y responsabilidad penal: hora de enfrentar la realidad
Según el BID, los accidentes de tránsito pueden representar hasta un 2 % del PIB anual en América Latina. En nuestro país, esto se traduce en más de 120 mil millones de pesos cada año, perdidos en atenciones médicas, litigios, daños y pérdida de productividad.

Cada vez que suena una sirena en la madrugada, una familia dominicana tiembla. En muchos casos no se trata de un crimen violento, sino de un accidente de tránsito que ha cobrado otra vida.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud, la República Dominicana figura entre los países con mayor tasa de mortalidad vial del mundo, superando las 64 muertes por cada 100,000 habitantes. Lo alarmante no es solo la cifra, sino la normalización del caos vial como parte de lo cotidiano.
Convivimos con motoristas sin casco, vehículos sin luces, semáforos ignorados, peatones sin aceras y una aparente desprotección institucional. Pero más grave aún es la impunidad que ampara la imprudencia.
Conducir bajo los efectos del alcohol o de sustancias controladas ha pasado a ser una falta, no un delito, y esa permisividad le cuesta vidas a la nación.
En una conversación con la procuradora general de la República, Yeni Berenice Reynoso, retomamos un planteamiento suyo que debe convertirse en política de Estado: todo conductor que maneje con niveles de alcohol por encima del límite permitido o con rastros de sustancias controladas debe enfrentar consecuencias penales automáticas.
No se trata de castigar por castigar, sino de reconocer que quien pone en riesgo la vida de otros de forma consciente está cometiendo un delito que debe tener consecuencias.
La Ley 63-17 contempla sanciones, pero su aplicación es débil y fragmentada. A esto se suma una omisión estructural: la ausencia de inspección técnica vehicular. Este control es esencial para detectar fallas en frenos, neumáticos o sistemas de luces que provocan accidentes.
Aunque la ley lo establece, el Estado ha fallado sistemáticamente en implementarla. En contraste, países como Chile, México y Colombia tienen sistemas de inspección técnica obligatoria y automatizada que permiten retirar vehículos inseguros de las calles. República Dominicana sigue rezagada, siendo de los pocos países sin una política activa en este aspecto.
Y este descuido tiene un alto costo. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, los accidentes de tránsito pueden representar hasta un 2% del PIB anual en América Latina. En nuestro país, esto se traduce en más de 120 mil millones de pesos cada año, perdidos en atenciones médicas, litigios, daños y pérdida de productividad.
La inacción nos cuesta miles de vidas y miles de millones.
Uno de los grupos más afectados es el de los motoristas. Representan más del 70% de las víctimas fatales, según la DIGESETT, y sin embargo, no existe un plan nacional integral para su protección y regulación.
Según el Observatorio Permanente de Seguridad Vial (OPSEVI), solo el 27% de los motoristas utiliza casco con regularidad, y más del 60% circula sin licencia o documentación adecuada. Esto no es una estadística: es una emergencia.
Pero ninguna medida tendrá efecto si no abordamos el problema desde su raíz institucional. Hoy el sistema de tránsito está disperso entre múltiples organismos: INTRANT, DIGESETT, ayuntamientos, direcciones sin coordinación. Esta fragmentación diluye responsabilidades, duplica esfuerzos y retrasa soluciones.
Es hora de una reforma institucional profunda. El INTRANT debe ejercer una rectoría real y operativa, con control de datos, articulación con los demás actores y capacidad de fiscalización. La gobernanza del sistema debe estar alineada con una visión integral de movilidad y seguridad vial, no repartida entre instituciones sin conexión ni rendición de cuentas.
En mi libro Por el Bien Común, defiendo la idea de que el Estado debe intervenir con firmeza donde el mercado no llega y donde la sociedad se desborda. Y hoy, nuestras calles están desbordadas.
No puede haber bienestar colectivo si reina el desorden, si miles de familias pierden a sus seres queridos por omisiones institucionales o conductores que actúan como si la vida ajena fuera descartable.
Por eso propongo una agenda mínima para empezar a cambiar esta realidad:
Modificar la Ley 63-17 para tipificar como delito penal la conducción bajo efectos de alcohol o drogas.
Implementar de inmediato la inspección técnica vehicular con participación público-privada, bajo regulación estatal.
Crear un Plan Nacional de Movilidad para Motociclistas, con enfoque formativo, preventivo y regulador.
Reformar la arquitectura institucional del sistema de tránsito para unificar rectoría, roles y seguimiento.
Incluir la educación vial obligatoria en las escuelas y liceos, desde edades tempranas.
La seguridad vial no es un tema menor. Es una causa nacional que define el valor que damos a la vida y a la ley. La transformación del tránsito en República Dominicana no será posible sin voluntad política, reformas institucionales y un cambio cultural profundo.
Porque cada vida perdida en nuestras calles es un fracaso colectivo.
Y ya no podemos permitirnos seguir fracasando.
Vamos por lo que nos une.