Infancia y democracia: el país que escucha desde abajo crece hacia arriba
Cuando los niños dominicanos exigen ser escuchados

En El Seibo, una niña me miró a los ojos después de participar en la consulta y me preguntó con una mezcla de inocencia y coraje:
—"Tío Pablo, ¿uno puede ser presidente aunque tenga miedo a hablar?"
En su voz no había ambición. Había esperanza. Y también había una herida: la de haber crecido en un país donde hablar muchas veces no sirve de nada. Donde la palabra de los pequeños se pierde en los techos altos del poder, sin encontrar respuesta ni eco. Esa pregunta no fue una anécdota suelta: fue una interpelación política, una revelación moral, una propuesta de país.
Esa niña, como miles de niños y niñas en toda la República Dominicana, participó en el Congreso de Niñas, Niños y Adolescentes que organizamos desde la Defensoría del Pueblo. Más que un evento, fue una decisión de Estado: escuchar con seriedad a quienes nunca se les ha escuchado con responsabilidad. Durante tres meses, más de 10,000 niños fueron consultados en 32 provincias. Sus voces, sus dibujos, sus palabras no fueron interpretadas: fueron respetadas. Esa escucha profunda, no decorativa, es el primer peldaño de la democracia.
Porque la democracia no se mide solo en elecciones. También se mide en acceso, representación y redistribución. Según datos de UNICEF, el 63 % de la niñez dominicana vive en condiciones de vulnerabilidad. Y según el PNUD, más del 52 % de los hogares con niñas y niños en zonas rurales carecen de acceso regular a servicios básicos. La exclusión de su voz es un síntoma más de su exclusión social. Y revertir eso exige algo más que discursos: exige voluntad institucional, reformas concretas y una visión de país.
No estamos solos en este desafío. Países como Noruega y Escocia han integrado la participación infantil en sus sistemas de presupuesto público y urbanismo escolar. En Finlandia, el Consejo Nacional de la Infancia tiene incidencia vinculante en la agenda legislativa. No se trata de copiar modelos, sino de entender que una democracia madura escucha a su infancia no como ornamento, sino como poder constituyente en formación.
Lo establece el Artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño. Lo respalda el Artículo 8 de nuestra Constitución. Pero más allá del derecho jurídico, hay una verdad política que hemos aprendido en esta consulta: cuando la niñez habla, no pide caridad; propone justicia. Sus propuestas no son ilusiones ingenuas. Son diagnósticos sociales sin filtros, hechos con crayones. Y tienen más valor democrático que muchos informes oficiales.
En Por el Bien Común escribí: "El Estado que no invierte en escuchar a su gente termina gobernando sobre el silencio. Y el silencio no construye República: la desmantela en pedazos invisibles."
Hoy lo reafirmo. Escuchar a la niñez no es una política social: es una decisión estructural. Un país que les da voz se prepara para tener ciudadanos críticos, empáticos y conscientes. Un país que los ignora cultiva la desconfianza desde temprano.
La pregunta de aquella niña sigue latiendo en mi libreta: ¿uno puede ser presidente aunque tenga miedo a hablar?
Y mi respuesta, después de todo lo que he visto, es esta:
Sí, se puede. Porque el coraje no es hablar sin miedo, sino hablar a pesar del miedo. Y porque un país solo será verdaderamente libre cuando todas sus niñas y niños tengan la certeza de que su voz también construye democracia.
Por eso, en cada política que impulsemos, en cada reforma que propongamos, en cada decisión que tomemos, llevaremos sus palabras como brújula y como mandato.
Porque este país —si quiere ser justo— tiene que aprender a escucharse desde abajo.