Saldo a mí mismo
El legado de Agripino Núñez Collado

Estas líneas no se publicarán el 9 de noviembre, día de San Agripino de Nápoles, natalicio de Agripino Núñez Collado, a quien se refieren, ni el 22 de enero, día en que este nos dejó, sino un día cualquiera, posiblemente de julio, cuyo mayor significado será para mí que, entonces, habré saldado esta deuda -personalísima, debida solo a mí mismo, autoimpuesta- que, por razones diversas, no había pagado hasta hoy.
Lo vi por última vez en la puesta en circulación de su libro, Ahora que puedo contarlo. Memorias II, el día de su cumpleaños en 2021. Afectada su salud, cuando ingresé al salón lo encontré sentado en la mesa presidencial, él solo, y allí fui a saludarlo y a conversar con él afectuosamente, como siempre lo hacíamos; allí permaneció sentado todo el tiempo, incluso cuando hizo uso de la palabra. Fue aquel día que, con el corazón estrujado, decidí escribirle públicamente, mejor antes de que se fuera, si bien lo esencial ya se lo había dicho, lo mismo privada que públicamente, en la puesta en circulación de mi libro En la universidad que él, generosamente, había presentado. Pero no lo hice. Por eso, cuando nos dejó, poco más de dos meses después, mi lamento fue mayor.
Mi libro se publicó en marzo de 2012. Aparte los encomios a la obra, monseñor -como le decía- ponderó que yo era "un autor de significativa trayectoria profesional en la sociedad dominicana y en constante crecimiento"; declaró su "aprecio" por mí y se refirió a nuestra "estrecha amistad construida desde las respectivas responsabilidades como rector" y fortalecida en el transcurso de los años "desde el Consejo Económico y Social [CES], del cual, el magistrado Castellanos Khoury fue representante de las Universidades privadas y también se desempeñó como miembro del comité ejecutivo."
En mi turno -me alegra repetirlo ahora-, partí de la obviedad de que no necesitaba presentación y, sin embargo, recordé que era "el decano de los rectores dominicanos, el de más dilatada experiencia, el de más peso académico, social y político"; por demás, figura "esencial en la sociedad dominicana" que "lo ha tenido desde hace décadas, mangas y ruedos arremangados, en medio de sus más diversos y complejos conflictos, aportando siempre a las mejores soluciones." Más personalmente, revelé que: "Él me acogió, lo mismo en el CES que en el seno del sistema de educación superior del que entonces yo era el más novel rector, con una actitud diría que paternal que siempre agradeceré y a partir de la cual desarrollé con él una gran empatía y una amistad que me llena de satisfacción y orgullo. En el mar de contradicciones que usual y naturalmente llenan la vida del CES, muchas veces luchamos en pareja, defendiendo juntos las posiciones más convenientes a los intereses nacionales. Allí aprendí a admirar al ser humano que habita debajo de la vestidura sacerdotal y de la imagen de hombre bondadoso y pacífico -que, en efecto, es-, y que es, además, inteligente, perspicaz, creativo, audaz, paciente, discreto, corajudo." Entre otras cosas, le expresé, finalmente, mi agradecimiento por "lo mucho que me ha dado, el apoyo y la amistad que me ha regalado y que todavía me regala hoy."
Hombre singular, en efecto, vivió 88 años intensos, 45 como rector de la que llevó a ser la principal universidad privada del país y 15 como presidente del CES -muchos años menos, por supuesto, que los dedicados al diálogo y a la concertación entre nosotros-; humilde, solidario, generoso, leal, comprometido -con la dominicanidad, la institucionalidad, la democracia-, una cualidad en particular ganó mi admiración: su valentía, una recia y callada que, sin fanfarroneo, nunca se arredraba. Su partida dejó un vacío enorme que el país ha calibrado más de una vez, cuando hemos extrañado su presencia confiable, sabia, cauta, aplomada, sensible, ajena a las mezquindades y a las actitudes calenturientas.
Siempre me dispensó un trato respetuoso, delicado, entrañable -como si me conociera de toda la vida-. Afines en torno a variados asuntos nodales, lo mismo coyunturales que estratégicos, en múltiples ocasiones me ungió con su confianza. Entre otras, fue él quien me propuso para integrar el Consejo Directivo del CES, así como para coordinar una de las ocho mesas de aquella Cumbre por la Unidad Nacional frente a la Crisis Económica Mundial que convocó el presidente Leonel Fernández en 2008. Fue él, también, quien, ahora atendiendo a mi interés, puso mi nombre sobre el tablero de las decisiones para integrar -ciertamente, con el voto unánime de los consejeros, salvo el de mi pariente, el magistrado Víctor José Castellanos, quien se inhibió- la primera cohorte del Tribunal Constitucional. Es mucho lo que todas esas experiencias aportaron a mi vida, por todo lo cual le agradecí y agradeceré siempre.
En fin, que casi todo se lo había dicho, pero quería decírselo nuevamente. Y no lo hice; generando, así, una deuda con nadie sino conmigo mismo que saldo hoy con estas líneas.
Llegado aquí, recuerdo unas palabras de Juan Cruz Ruiz en su magnífico Un golpe de vida que, dichas sobre un trascendente personaje español, calzan a este dominicano fundamental que fue Agripino Núñez Collado: «Era evidente que en ese momento la palabra no era "adiós" sino "fin". Fin de una raza, fin de un tiempo, fin de los tiempos.» (p. 83)