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Redes Sociales

La libertad de expresión en las redes: un derecho en tensión

República Dominicana y la crisis de la palabra sin responsabilidad

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La libertad de expresión en las redes: un derecho en tensión
Las redes sociales han facilitado la difusión de discursos de odio, calumnias y manipulación. (SHUTTERSTOCK)

La libertad de expresión, ese derecho esencial que define a las sociedades democráticas, vive hoy una de sus pruebas más complejas. Durante décadas, en América Latina, se libraron batallas valientes contra la censura, el autoritarismo y la represión. El periodismo comprometido logró, a base de riesgos y sacrificios, que este derecho fuera consagrado en constituciones y tratados internacionales. Sin embargo, en el siglo XXI, una nueva frontera ha desplazado el campo de batalla: las redes sociales.

Las plataformas digitales, al democratizar la palabra, han abierto un universo de expresión nunca antes visto. Pero también han desatado una crisis de responsabilidad. Hoy, cualquier persona con acceso a un celular puede convertirse en "emisor público". Y no pocos han utilizado esa facultad para mentir, injuriar o manipular, sin asumir consecuencias ni someterse a los estándares mínimos del debate ético.

No se trata de idealizar el pasado. Las democracias latinoamericanas han sido imperfectas, y sus sistemas judiciales, muchas veces cómplices del poder. Pero sí había una noción clara —y progresivamente fortalecida— de que la libertad de expresión implicaba deberes: verificar, contrastar, distinguir hechos de opiniones, actuar con buena fe. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) así lo estableció en múltiples sentencias, como en el caso Mémoli vs. Argentina, donde recordó que este derecho no es un escudo absoluto, y que el periodista tiene la obligación de ejercer su oficio con rigor y responsabilidad.

El artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos es enfático: la libertad de expresión es clave para la vida democrática, pero también tiene límites. No puede servir como excusa para lesionar la honra, la intimidad o la reputación de los demás. Ni mucho menos puede ser usada como arma para destruir, desde el anonimato o la mentira, lo que otros han construido con esfuerzo.

En este punto, es inevitable volver la mirada a lo que sucede en nuestro país. República Dominicana ha sido testigo, en los últimos tiempos, de una peligrosa distorsión del derecho a expresarse. Figuras públicas —funcionarios, periodistas, empresarios— han sido blanco de ataques sistemáticos a través de redes sociales. En muchos casos, los agresores no son comunicadores ni activistas comprometidos, sino emisarios de intereses oscuros: mercenarios digitales al servicio de agendas políticas o económicas.

Durante años, nuestros tribunales confundieron la crítica legítima con la difamación encubierta. Ampararon con generosidad a quienes, sin formación ni ética, disfrazaban el insulto de opinión. Pero la situación se ha salido de control. Las redes sociales se han convertido en espacios de linchamiento, donde el daño reputacional se ejecuta sin evidencia ni responsabilidad. No hay derecho a réplica ni posibilidad de defensa. Solo queda la destrucción.

Y no es la sociedad quien lo exige, sino apenas un grupo pequeño, estridente y bien financiado. La mayoría de los ciudadanos —los que creen en la convivencia, la justicia y el respeto— no se sienten representados por esos emisores del caos. Más bien los temen. Y muchos callan, para no ser el próximo objetivo.

¿Dónde queda entonces la libertad de expresión? En su lugar correcto: como derecho fundamental que debemos proteger, sí, pero también como ejercicio que exige integridad. Defenderla no puede significar permitir cualquier cosa. La crítica, la denuncia, la opinión son esenciales para una democracia viva. Pero deben sustentarse en hechos, no en calumnias. Y quienes se expresan públicamente deben estar dispuestos a rendir cuentas por lo que dicen.

Las redes sociales no son un limbo jurídico. No pueden seguir siendo refugio de cobardes ni santuario de la injuria. Corresponde al Poder Judicial, con apoyo de la legislación vigente, marcar un precedente claro: libertad de expresión sí, pero nunca sin responsabilidad. No hacerlo es legitimar la violencia verbal, normalizar la mentira y debilitar aún más el tejido democrático.

No hay libertad sin verdad. Y no hay democracia sin una opinión pública informada, crítica, pero también decente.

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