Entre ética y estética: eliminar el barril porcino de los legisladores
“El clientelismo es éticamente inaceptable, moralmente condenable y económicamente insustentable”, decía un contertulio en un grupo de debate. Pero en realidad esto es matizable: el clientelismo es éticamente reprochable, moralmente superable y económicamente ineficiente.
Ciertamente debemos perseguir fines acorde con la ética y por medios éticos, debemos procurar el progreso moral de nuestra sociedad y mejorar la eficiencia económica. Sin embargo, no podemos permitir que la conciencia de esas obligaciones implique ignorar males prácticos conocidos —también en contradicción con la ética— tampoco que la búsqueda de eficiencia económica lleve a ignorar las condiciones políticas de las que depende su incremento.
A veces la opción se plantea como dilema, por ejemplo, permitir cierto nivel de clientelismo o aceptar que, en su ausencia, las condiciones socioeconómicas imperantes son caldo de cultivo para que elementos extra sistema recluten ciudadanos para ir en contra de la democracia. Claro que el clientelismo exacerbado implica altos niveles de corrupción —lo que es inaceptable, punto— y, por tanto, está por fuera de ese dilema. Sin embargo, lo que sigue presente es que los vínculos de la ciudadanía con sus representantes no cambian de golpe y porrazo por medio de un solo acto.
El comentario de mi contertulio y estas reflexiones surgen cuando se trajo a colación la exigencia de que se elimine el cofrecito y el barrilito (pork barrel) de los legisladores. Quien escribe afirmó que esto merecía un cuidadoso análisis y que puede que luego de ese análisis su eliminación sea lo recomendable, pero que había que estudiarlo, pues, siguiendo a Kennet Janda (2005), no podemos olvidarnos de los efectos no pretendidos que tiene todo acto de regulación.
El barril porcino no es un invento dominicano y existe en democracias más avanzadas que la nuestra como la estadounidense y algunas europeas; por tanto, lo que procedería primero es ver cuáles son las justificaciones aquí y allí para su existencia y sobre todo, en qué difieren.
Entre las razones por la que el barril porcino es reprochables en el país, recogiendo de los debates en los grupos en que participo, están:
1. Su no fundamento jurídico;
2. Los legisladores están para legislar no para la asistencia social;
3. Constituye una desigualdad entre el legislador que busca la reelección y sus retadores dentro y fuera de su partido;
4. Su uso es discrecional y no cumple con el fin que supuestamente lo justifica y solo genera clientelismo y corrupción.
Dejemos la primera y la segunda fuera; la primera porque eso si se resuelve mediante un acto de regulación y, la segunda, porque no hay nada esencial en esa afirmación, de hecho, como se extrae de Sartori (2005), la función principal del legislador siempre fue y debiera seguir siendo la de fiscalización y control (contrapeso, en los presidencialismo), no la de creación de derecho como actividad creativa, valga la redundancia, sino correctiva. Pero es usual que la terminología y la ilusión lleven a confundir lo necesario con lo contingente. Pero, a la vez, por principio de la lógica modal, lo no necesario no implica la no existencia.
Sobre la tercera y la cuarta hay que aceptar que estos son males, sin ninguna duda. Además afean la realidad frente nuestras intenciones de deber ser. Pero lo bonito y lo feo son estética no ética. La reflexión ética está obligada a considerar las alternativas. A favor de que el barril porcino debe ser producto de un análisis sosegado, se presentan dos consideraciones.
La primera es que los vínculos clientelares y las expectativas de esos vínculos, no desaparecen con dicha eliminación. En política los vacíos no perduran y un acto bien intencionado puede tener como efecto no pretendido que ese vacío sea llenado por algo mucho peor. Piénsese que podría debilitar a la influencia de los políticos profesionales a favor simplemente de populistas advenedizos y gente con dinero —y gente con dinero hay de todos los tipos.
La segunda es que las medidas para superar el clientelismo deben ser integrales. ¿Conviene que mientras exista el clientelismo este se concentre solo en el poder ejecutivo? Puede que sí, que ello incentive a un mayor control del Legislativo sobre el Ejecutivo, a menos complicidad, y, como veía en otro análisis, a que los legisladores se concentren plenamente en sus funciones principales. Pero volvemos a la consideración anterior, otros males también son posibles.
Entonces, sí, no nos gusta ni apoyamos el clientelismo y los barriles porcinos tienden a ello. Pero debemos ser cautos, porque más allá de la indignación de los que por ilustración somos privilegiados, de lo que se trata es de ponderar los medios para la mejora. Por años algunos representantes de Participación Ciudadana han dado en la diana, en la dirección de lo que se trata es de crear incentivos para las buenas prácticas. En sus palabras, esto es la existencia de un régimen de consecuencias que se aplique: sanciones al mal uso. Tenemos que discutir si esto aplica también a los barriles porcinos, antes de posiblemente crear un vacío con su eliminación. La elección de Faride Raful -conocida como diputada por sus ímpetu fiscalizador- es una buena señal de que al menos en el Distrito Nacional hay un cambio de valoraciones y vínculos (representante-representado) positivos, pero antes de darlo por sentado para todo el país, que la prisa no sea nuestra principal consejera.