De vuelta a Vorkutá
Vorkutá era parte (hasta ayer) de ese mundo concebido para confundir a los demás cuando mi hermana y yo queríamos decir algo y que nadie más supiera el significado

Ahí estaba. No me lo había inventado. ¿Será posible?
Lo leí veinte veces para ver si mi imaginación lo estaba creando, o si entre tanto leer sobre libros, literatura y escritores, la niña que una vez inventó que lo inventó estaba equivocada.
Vorkutá. Las siete letras mágicas deambularon ante mis ojos.
Se lo conté a mi esposo, gozosa, como si hubiera descubierto que había ganado una herencia de un tío italiano, pero él no se inmutó, y me quedé sola, como tantas veces, en mi algarabía y descubrimiento.
Mis ojos se humedecieron sincronizándose con mi nostalgia. Recordé a mi papá, y cómo me impregnó de su amor por los libros y el cine. La verdad, me traspasó muchas cosas.
Entre la fama y los platos sucios
Vorkutá. "Si la escritora lo menciona significa que existe". Suspiré con pesadez melancólica y seguí rememorando aquello que me causaba sorpresa.
La compañía de la lectura
En mi niñez, los libros me acompañaron. Mi familia pensaba que yo era rara y no tenía muchas amigas en la escuela.
Me asociaba solo con los títulos escasos que mi papá adquirió en una etapa lectora: El Padrino de Mario Puzo, Cianuro Espumoso de Agatha Christie, Los Hornos de Hitler de Olga Lengyel, Holocausto de Gerald Green.
Fue en mi fase de cuarentona recién divorciada, yendo a terapias alternativas y leyendo un sinfín de libros de autoayuda, cuando me di cuenta de que esas lecturas crudas germinaron mi mentalidad apocalíptica.
También surgió la pregunta: ¿por qué me prohibían leer novelitas románticas de la serie "Bianca", pero me permitían asomar mi nariz, ni bien formada, en libros sobre guerras, crueldad y tragedia? Fue una interrogante que nunca formulé más allá de mis devaneos existenciales.
Y no creo que obtenga una respuesta: mi papá está en el mundo de los muertos y mi mamá, aunque en el de los vivos, descansa con porte de reina en una cama, abatida por un ACV. Su memoria y habla descarriados por aquel incidente inesperado.
Lo único que se me ocurre para disculpar aquella decisión parental y que asustaría a los procreadores Millennials, es que mi papá se sentía orgulloso de mi gusto literario, tan parecido al suyo, sin recordar convenientemente que era lo único que tenía a la mano.
Esas obras, no apropiadas para una niña, fueron mis guardianes hacia la adolescencia, período de malos olores y humores al que se sumaron textos más "adecuados": La casa de los espíritus de Isabel Allende, Mujercitas de Louise May Alcott y (no me avergüenza) Vidas Cruzadas de Danielle Steel.
¿Por qué nunca puse esa palabra en la cajita de Google? Vorkutá, les digo, yo juraba que me lo había inventado. Se perdió en la bruma de las cosas imaginadas por mí y mi hermana.
Como la palabra "anfótico" (enojado) y un lenguaje de señas tan obvio que solo nosotras pensábamos que era secreto (únicamente la G y la D eran difíciles de adivinar.
La primera la hacíamos jalando hacia abajo el lóbulo de la oreja y la segunda se conjuraba al tronar los dedos. Sí, Vorkutá era parte (hasta ayer) de ese mundo concebido para confundir a los demás cuando queríamos decir algo y que nadie más supiera el significado.
Por lo tanto, Vorkutá era ese lugar al que fantaseábamos que enviábamos a mi padre, en un tren maloliente y atiborrado de prisioneros, cuando no podíamos sobrellevar su presencia.
"Sale el tren para Vorkutá", disparábamos por lo bajo, y aquella frase liberadora era sinónimo de estar a nuestras anchas sin el ojo vigilante de nuestro progenitor, aunque su mirada de águila, su bigote de vaquero y su ceño fruncido estuvieran allí mismo frente a nosotras.
Me adentro en la página 241 de "El infinito en un junco" de Irene Vallejo, donde silenciosamente y a gritos, Vorkutá se devela ante mí como el conejo que sale del sombrero de un mago.
La escritora que me puso de frente con mis recuerdos, en un capítulo que habla sobre la capacidad de la literatura para hacernos sobrevivir horrores, nombra un libro algo reciente: "Vestidas para un baile en la nieve" de Monika Zgustova.
Este no puede ser el que leí en mi niñez, porque "el mío" se sitúa en algún momento de los ochenta. Busco, por primera vez y luego de tantos años, en Google y no aparece nada.
Me luce paradójico, que mientras Vallejo discurre (con una prosa de diosa, eso sí) más que nada sobre los libros olvidados, quemados, o perdidos, es como si el de mis añoranzas nunca hubiera existido.Tremenda contradicción. Dudo. Vuelvo atrás. ¿Me lo habré imaginado?
Me atrevo entonces, mientras escribo esto, a fijar a Vorkutá en el mapa de mi mente, jamás en la lista de las ciudades por visitar.
- Descubro que: "es una ciudad en el extremo norte de Rusia, dentro del Círculo Polar Ártico...cuya historia está marcada por su pasado como uno de los campos de trabajo más infames del Gulag soviético...fundada en la década de 1930 tras el descubrimiento de vastos depósitos de carbón, convirtiéndose en un centro de trabajo forzado bajo el régimen de Stalin... hoy en día, es un símbolo del pasado oscuro del sistema soviético y del implacable clima del Ártico".
Me estremezco.
No es un lugar al que me atrevería ahora a mandar a mi padre, ni siquiera de manera simbólica. Él ha quedado ensalzado en mi memoria como un héroe, con tantas virtudes que también, como Vorkutá en mi libro de niña, parece inventado.