Hospital del alma
Mudarse con libros, el arte de dejar ir y el amor de conservar

Este año ha tocado mudanza. Trasladar todo lo que acumulamos, acopiamos, atesoramos con el tiempo nos obliga a valorar, elegir, cribar; y, con ello, a descartar, prescindir, excluir.
Nos damos cuenta de que nos apegamos demasiado a demasiadas cosas, muchas de ellas –¿la mayoría?– prescindibles. Una vez las dejamos atrás, ni siquiera volvemos la vista.
¿Y los libros? Reconozco que esta fue la pregunta más repetida cuando se supo de mi inminente cambio de casa. La inquietud por mis libros habla bien de mi gente y también dice mucho de cómo me conocen. Y tienen razón. Los primeros que se acotejaron en la nueva casa fueron los libros.
Mientras llenaba y vaciaba cajas, ordenaba, desempolvaba y hojeaba, recordé con una sonrisa de reconocimiento a William E. Gladstone, cuatro veces primer ministro británico, quien, asediado por su afición a la lectura y al coleccionismo de libros, escribió en 1890 «De los libros y de cómo almacenarlos».
Un camino sorprendente
Yo lo he leído en el precioso Puro vicio. Libros y lecturas, publicado por Trama.
¡Y cuánta razón tenía el viejo político victoriano! A pesar de que reconocía que un libro «es siempre menor que un hombre», al bibliófilo Gladstone le procovaba más aprensión «la presión ejercida por la población de libros sobre el espacio disponible que la de los miembros de la humanidad».
¡Que me lo digan a mí, y eso que mi biblioteca no puede ni acercarse a la de Gladstone! Porque, como bien razona el primer ministro, un libro tiene alma, pero también cuerpo.
Como Gladstone a menudo me pregunto qué hacer con mis libros: «¿Deberemos renunciar a ellos por rencor ante sus exigencias cada vez más frecuentes?».
Porque, como nos recuerda, «a toda biblioteca toca pasarle el polvo y ordenarla y catalogarla. ¡Menuda faena –exclama nuestro amigo–, aunque no sea del todo una faena infeliz!».
El atesorador de libros la disfruta, plumero en mano, porque, como el de Gladstone y el mío, el nuestro es «un amor obstinado y no transitorio», un amor apasionado y para toda la vida; o, incluso, más allá.
Quienes conozco aquejados de este mal piensan más de una vez en qué será de sus libros cuando ellos no estén.
La tarea no se limita al plumero. Hay que aplicar un orden particular en nuestro pequeño universo de papel. Si le hacemos caso a Gladstone, «la disposición de una biblioteca debe de algún modo corresponder y encanar el pensamiento del hombre que la ha creado».
El mío, siendo el de una lexicógrafa, no puede sustraerse al manido orden alfabético.
Este recurso fácil me libera de la responsabilidad, que sí asumía nuestro amigo Gladstone, de colocar los libros «en el vecindario donde les gustaría residir», y, así, alguno de mis ejemplares favoritos han ido a vivir, por mor del abecedario, junto a otros que no les llegan ni a la suela de los zapatos.
Concuerdo con Gladstone en que nunca me he sentido sola rodeada de libros. Poder disfrutar esta experiencia, material y culturalmente, me convierte en una privilegiada.
Por eso me emocionan y me motivan tanto las bibliotecas públicas, y, como el emperador Adriano de Marguerite Yourcenar, suelo pensar en la inscripción que Plotina, la culta esposa del emperador Trajano, había hecho grabar en el umbral de su biblioteca en el foro de Trajano: «Hospital del alma».