Toda una vida
¿Por qué compramos más libros de los que leemos?

La palabra tsundoku no está incluida en el Diccionario de la lengua española. ¿Quiere eso decir que no existe? Nada más lejos de la realidad, porque la existencia de una palabra no depende de su presencia en el diccionario.
De hecho, hemos leído esta palabra hace unos días en un curioso artículo de Diario Libre titulado «Tsundoku: el arte (y la trampa) de acumular libros sin leerlos».
No hace mucho que la voz tsundoku se ha colado en nuestra lengua.
En japonés, la lengua de la que procede, está documentada al menos desde finales del siglo XIX, pero su uso en nuestra lengua parece ser mucho más reciente y casi siempre en referencia a que resulta una palabra útil para la que el español, al parecer, no tiene un equivalente plausible.
Se trata de una de esas voces intraducibles que nos demuestran que algunas lenguas tienen unos términos muy especiales para referirse a comportamientos, experiencias, sensaciones o sentimientos que parecen no tener una traducción directa.
Al fin y al cabo
La palabra japonesa tsundoku, que debemos escribir en cursiva, está formada por dos partículas que significan ´apilar´ y ´leer´. Viene a ser, por tanto, algo así como acumular libros con intención de leerlos. Si esa lectura llega a producirse o no es harina de otro costal.
Su lejano origen nos resulta atractivo y misterioso, pero tenemos un sinónimo cercano en la preciosa palabra bibliomanía, definida como la ´propensión exagerada a acumular libros´.
Sus componentes, ambos de origen griego, nos revelan su significado: biblio- ´libro´ y -manía ´inclinación excesiva´, pero también ´afición apasionada´ o, incluso, ´impulso obsesivo´ o ´hábito patológico´. Imagino que, cuando de libros se trata, es cuestión de grados.
Si el tsundoku o la bibliomanía son cualquiera de estas cosas, me confieso culpable. Con un matiz: prefiero atesorar a acumular.
Ese tesoro nos habla de que acumulamos cosas de valor, y los libros lo son. Declaro que pertenezco a la sospechosa cuadrilla de aquellos que apilan libros en la mesita de noche, en el suelo, o –en mi caso– en una estantería dedicada solo a los libros cuya lectura tengo pendiente.
¿Culpable o inocente? ¿Acumuladora compulsiva? ¿Procrastinadora? Como para Umberto Eco, cuya biblioteca personal de más de treinta mil volúmenes no puedo casi ni soñar, el valor de mis libros no se mide por los que he leído ya, sino por la vida que me prometen los que todavía tengo por delante.
No se trata de dejarlos para mañana, de diferir o posponer su lectura indefinidamente; se trata de que, mientras voy leyendo, miro de reojo mi pila de libros pendientes y veo en esos libros el tiempo que les voy a dedicar.
Muchos libros, mucho tiempo para leerlos. Esos libros son mi propio pedacito de eternidad.
Algo así dijo a comienzos del siglo XX el apasionado coleccionista de libros A. Edward Newton: «Hasta cuando la lectura es imposible, la presencia de libros adquiridos produce tal éxtasis que la compra de más libros de los que uno puede leer es nada menos que el afán del alma de extenderse al infinito».
No necesito el espacio ni el tiempo ideal para leer. En cualquier sitio, en cualquier circunstancia, un minuto o tres horas. Todos acabarán cayendo en mis manos. Además, los libros no caducan. ¿Dónde está la prisa?