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Marosa Di Giorgio, horror y belleza

Este año me encontré de frente con el salvajismo presente en su poesía

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Marosa Di Giorgio, horror y belleza
Minúsculas: el salvajismo de la poesía de Marosa Di Giorgio. (FUENTE EXTERNA)

El año pasado, en una de las largas caminatas por la Plaza de la Cultura, una escritora amiga me preguntó si había leído a Marosa. Se refería a Marosa Di Giorgio y, hasta entonces, yo no le había prestado mucha atención.

Este año me encontré de frente con el salvajismo presente en su poesía. Nacida en Salto, Uruguay, Di Giorgio presenta una visión impregnada de un lirismo ingenuo y sombrío. Suele hacer referencia a las flores, jardines y escenas cotidianas de alguna zona rural.

Y, entre tanto, surgen imágenes perturbadoras, como esa en la que observa un fuego encendido semejante a un montón de mariposas, para luego describir cómo llena el cuerpo, la boca y el alma de un hombre en el bosque con mariposas.

Obra impregnada de prosa poética

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Marosa publicó más de 20 volúmenes de poesía. Estos fueron compilados en el volumen "Papeles Salvajes", que, en la versión que poseo, fue editado por la editorial Adriana Hidalgo en Buenos Aires. Además de poesía, también escribió libros de relatos y una novela.

Sin embargo, toda su obra está impregnada de prosa poética y un profundo lirismo. A veces, hace referencia a los orígenes inmigrantes de su familia, quienes llegaron a Uruguay desde La Toscana, en Italia. También habla de su relación con la naturaleza, los hombres, sus dudas internas y los miedos o el horror que percibía.

Como nota irrelevante, conviene señalar que corrían rumores de que solía dormir en los cementerios. A la vez, se dice que lideraba las tertulias culturales de los cafés de su época.

Llama a la atención que siempre estaba relacionada con la naturaleza, desde los animales que tenían presencia en su vestimenta hasta los signos representados en su obra.

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Infografía

     Sobre el promontorio, la casa era un cascarón macabro. Tuve miedo. La fiebre me hacía delirar un poco. Me asomé a la ventana. La medianoche tenía luna. Una alta luna, entera y sombría.

            Los magnolios se ilusionaban y querían estallar sus pimpollos como balas blancas. Pero, no era tiempo aún. Huían los cipreses. La luna vibraba en los cipreses. (Y yo había visto enrojecerse el bosque en el crepúsculo, enrojecerse, y lo había dado por calcinado). 

Y venía olor a glicinas también, un triste olor a glicinas; había glicinas. (Yo las había visto en el crepúsculo, prendidas en su fuego lila, funerario).

            La fiebre me golpeaba las sienes. Salí. La jauría estaba adormida y no me oyó. Iba descalza. La jauría no me oyó. Un agua finísima, finísima, escintilaba el pasto. En las rocas, las escarpadas rocas, innúmeras, oscuras, estaban sentadas, quietas, las mujeres de la medianoche.

Las magdalenas o las verónicas de la medianoche. Largas, finas, inclinadas, rezaban o esperaban, vestidas de interminables cabelleras. Me acerqué a una: -Magdalena, Verónica, (un nombre así).

            Y bajé. Seguí bajando. Al estanque. La luna, sombría, caía de lleno sobre el agua. Junto a las espadañas, se amontonaban estremecidas, oscuras, graznantes, las ocas. Me detuve. Vi la luna queriendo sostenerse a toda costa en la punta de un ciprés. Pero, el ciprés vibró y la sacudió.

            Y ella tuvo que descender, borroneada, disimulada entre los magnolios. Después, recordé al guardabosque.

            Entonces, empecé a caminar hacia el sur; caminé entre los árboles del sur.

            Buscaba al guardabosque.

            Lo hallé en un claro, sobre una roca, inmóvil. De cobre. Había encendido un gran fuego. Yo le dije: Tuve miedo en la casona. Pero, él estaba cobrizo, dormido.

El fuego pareció un faisán intentando el vuelo. Después, una cesta de mariposas que no se atrevieran del todo a volar. Yo me acerqué al hombre y le dije de nuevo: Tenía miedo en la casona.

            Pero, él no me oyó.

            El fuego daba un suave perfume amargo. Habría quemado ciprés. El fuego era una canasta de mariposas. Yo tomé una astilla y saqué una mariposa colorada. La puse sobre el hombre. Saqué una mariposa verde y la posé sobre el hombre.

Y luego, otra mariposa colorada. Las mariposas revolotearon y proliferaron. El dio un grito, largo, aullado, negro. Un grito como un ciprés. Pero, la boca se le llenó de mariposas. Y el grito se le llenó de mariposas.

Y hasta el alma se le llenó de mariposas. Yo me reí; y me alejé riendo y terminé en el bosque una larga carcajada. Busqué la luna entre los árboles; pero, no estaba. Vino un viento leve, claro. Y los magnolios tuvieron el tiempo de estallar sus balas blancas. Vibraban los cipreses.

            Vino un viento, claro, verde, y deshizo los árboles, que se re-construyeron enseguida.

            Sentí que se enfriaban mis sienes.

            Miré hacia las rocas. Ya no había nadie. Me acerqué al estanque. Las espadañas tenían ya, sus azucenas volanderas, sus azucenas oscuras como copas de vino. Las ocas volaron de entre las espadañas, rojas y rosadas. Volaban las ocas, ya rojas y rosadas.

            Rodeé el estanque. Me alejé un trecho.

            Un revuelo y un resilbo me volvieron.

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Es consultor en comunicación estratégica y escritor. Sus textos han sido publicados dentro y fuera del país, fue traducido al alemán y el italiano.