De cómo Picasso me cayó bien
Si algo me dejó su museo es esta enseñanza: no tengas miedo de cambiar, de pintar tu vida de otro color, de mezclar etapas y estilos

No me llamaba la atención Pablo Picasso. Es más, lo que había leído sobre él era puro cotilleo de revistas.
Me caía mal su expresión de genio atormentado, su camiseta a rayas y los chismes sobre sus relaciones con las mujeres.
Así como no me agradaba cierto presentador de televisión y radio muy famoso en República Dominicana. La diferencia es que a ese sí lo conocí en persona y mi intuición me jugó una mala pasada.
La primera impresión no siempre es correcta
La historia es divertida: la primera vez que lo vi, yo muy valiente (o muy imprudente), le solté un "me caes mal". Así, sin anestesia.
Él, en vez de ofenderse, se rio a carcajadas y me dijo que eso era lo mejor que le habían dicho ese día.
Terminamos conversando como si fuéramos viejos amigos, y hoy puedo decir que Francisco —porque así se llama— es una de las personas más caballerosas y auténticas que conozco.
Ha apoyado mi carrera como escritora de maneras que no imaginé, y siempre contamos juntos la anécdota de nuestro primer encuentro.
Lo hacemos con esa nostalgia de las amistades antiguas, también para reírnos, y un poco para dejar una moraleja rápida: a veces nuestra primera impresión se equivoca... y nos perdemos de algo bueno si no nos damos la oportunidad de mirar dos veces.
Picasso, más allá del cubismo

Pues resulta que a Picasso le pasó lo mismo conmigo (al revés, claro). No en persona, porque no tuve el gusto, sino en su museo en Barcelona.
Entré con cero expectativas y, para serte sincera, un poquito de prejuicio. Pensé: "Aquí voy a ver cuadros de gente con la cara partida en cuatro pedazos, colores raros y cosas que ni voy a entender".
Y sí, vi eso... pero vi mucho más.
Resulta que Picasso tuvo varias etapas. ¡Varias! Y eso me encantó. El famoso genio no se quedó haciendo la misma cosa toda su vida.
Tuvo su época azul, su época rosa, su época cubista, y hasta su época de "pinto lo que me da la gana y no me importa si no entiendes nada". Es como si hubiera sido varios pintores en uno solo. Y ahí fue cuando me cayó bien.
Porque, seamos honestos, a veces nos encasillamos. Nos quedamos siendo lo que la gente cree que somos, aunque ya no nos quede cómodo. Y Picasso rompió con todo eso. Pintó triste cuando estaba triste, pintó alegre cuando estaba enamorado, pintó raro cuando quería romper las reglas. No pidió permiso para cambiar, ni dio explicaciones.
Y mientras paseaba por las salas del museo, me di cuenta de algo: yo también he tenido mis épocas.
La época en que me creía adulta a los 17. La época en que todo era trabajo y nada de juego. La época en que pensaba que la maternidad me iba a convertir en la típica señora seria que nunca fui.
Y ahora estoy en mi época de vivir con intención, de no tomarme tan en serio, de buscar calma y escribir historias que me gustan.
Ver la evolución de Picasso me recordó que cambiar está bien, que reinventarse es sano y que podemos tener más de una versión de nosotras mismas en la misma vida. Que no somos una sola etiqueta, ni un solo estilo. Somos un lienzo en constante movimiento.
Salí del museo con una sonrisa. No porque entendiera de repente todo el arte moderno (no nos engañemos, algunas cosas todavía me parecen garabatos de niño talentoso), sino porque me sentí validada en mi derecho a cambiar de opinión, de rumbo y hasta de peinado si me da la gana.
Así que sí, Picasso y yo hicimos las paces en Barcelona. Él, desde sus cuadros, y yo desde mi corazón de visitante entusiasta.
Y si algo me dejó su museo es esta enseñanza: no tengas miedo de cambiar, de pintar tu vida de otro color, de mezclar etapas y estilos. Al final, lo que importa no es si los demás entienden tu obra, sino que tú la disfrutes mientras la pintas.
Y ahora te dejo la pregunta: ¿alguna vez has cambiado de opinión sobre alguien, un artista, un libro o un lugar?
Cuéntamelo, que me encanta saber de esas reconciliaciones inesperadas que nos regala la vida.